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9.4.12

BANDA APARTE - LA RESPLANDECIENTE OPACIDAD DE LA IGNORANCIA: "LA EDAD DE LA INOCENCIA", DE MARTÍN SCORSESE.

COORDINADOR: JESÚS RODRIGO


LA RESPLANDECIENTE OPACIDAD DE LA IGNORANCIA
La edad de la inocencia
, de Martin Scorsese

JOSÉ ANTONIO PALAO

A Eduardo Solis, por aquel tiempo, que aún hacemos durar.


"Y no me engaño acerca de que amo,
puesto que en las cosas

que amo no me engaño.

Y aunque éstas fueran falsas,

que amo cosas falsas sería verdadero."
Agustín de Hipona


I. Las apariencias de lo posible.
No parecía revestir mayor problema. Tras la quiebra del modelo clásico y la caída en desuso –al menos en el espectáculo producido para las salas de cine– de los últimos vestigios del llamado código Hays, las modernas escrituras cinematográficas no tuvieron ningún problema en presentar la culminación del acto sexual. Parecía posible. Cualquier romance, cualquier trayecto erótico, con su destino, fausto o aciago, podía hallar, en los momentos adecuados, una plasmación plástica de sus momentos cumbres de pasión, una oportunidad para el encuentro físico entre los cuerpos. Pero ya Román Gubern advertía, en fecha bien temprana, de la posible reversibilidad de este proceso –supuestamente emancipatorio de los tabúes del cine clásico: … y no es extraño que el cine moderno, agotando esquemas tradicionales y haciendo frente a la creciente competencia de la televisión y ante un público cada vez más desinhibido, haya desplazado su espectro permisivo hacia la explotación de tales tabúes, aunque tras su exposición intensiva su capacidad de atracción estará condenada irremisiblemente a sufrir también un desgaste en años venideros. (1)

1. Vid. Mensajes icónicos en la cultura de masas. Barcelona, Lumen, 1974, p. 253.

Y, efectivamente, tras esa tendencia que alcanza sus máximas cotas en los años 80 y que, claramente, aún perdura, observamos, entre otros, un fenómeno que no deja de provocar cierta sorpresa. Hemos podido ver una serie de filmes en los que parece ser que hay un constante extrañamiento de la posición masculina, que suele tener como consecuencia la imposibilidad, la renuncia, o la extrema dificultad de culminar en una relación sexual plena un relato amoroso. Hombres que, frente a la fácil promiscuidad anterior, se encuentran desgarrados por su posición entre dos mujeres, entre dos semblantes de la mujer. Veamos algunos ejemplos.

En, Sin perdón (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992) nos encontramos a un viejo pistolero, retirado y rehabilitado, entre su nueva y abnegada vida en la que lo hace permanecer el recuerdo de su esposa muerta, encarnación de los más puros y honestos ideales, y las dificultades económicas y de subsistencia que su familia atraviesa y que lo impelen a la aventura de vengar a una prostituta herida, sajada, por un vaquero que no pudo soportar su sarcasmo ante el minúsculo tamaño de su pene. No deja de ser curioso que este sanguinario y temible asesino, al que el alcohol desinhibe hasta el punto de hacerle perder el más mínimo escrúpulo, mantenga, en la vorágine de pasiones de odio e ira a los que su aventura le aboca, la más enternecedora fidelidad por su esposa muerta, que se plasma en una absoluta abstinencia sexual. Ninguna mujer del mundo alcanza la altura del ideal de aquella que se eternizó abandonándolo. Entre una mujer muerta y otra mutilada se despliega su destino.

Pero no hace falta recalar exclusivamente en el cine norteamericano. Blanco (Trois couleurs: blanc, Krzystof Kieslowski, 1993) narra la historia de un hombre que “pudo satisfacer” a una mujer justo hasta el momento en que contrajeron un matrimonio que nunca pudo consumar. Tendrá que rehacer completamente su biografía, incluyendo su propio fallecimiento y la inculpación de su esposa, para, en el camino hacia su encarcelamiento, poder proporcionarle ese goce que ella demandó de él pero nunca antes obtuvo en su calidad de esposa. Se puede objetar que, en este caso, no hay un hombre dividido entre dos mujeres. A ello, hemos de contestar que sí, sólo que ambas están encarnadas por la misma persona, pues no es el mismo semblante de mujer el que exige la potencia de su hombre, que la angelical y vaporosa novia que vemos en esos estallidos níveos que remiten al título del filme.

Por su parte, en Lunas de hiel (Bitter moon, 1992) Polanski plantea el problema de una forma aún más radical. Porque, pese a lo que aquí llevamos dicho, la apariencia nos ofrece a un amante libertino –reducido, eso sí, a la más denigrante invalidez– narrando, con la fruición del perverso, todas las variantes de un goce que no parecía poder negársele, un hombre que no abandonó a una mujer por otra sino “por todas”. Pero el sujeto que ahora nos interesa, el que verdaderamente sostiene el acto enunciativo, no es, creemos, el narrador sino el narratorio. Este feliz y anodino marido, que había desterrado de su vida la pasión a cambio de una confortable aurea mediocritas, se halla, en el camino de su tentación, ante la evidencia de que es excluido de todos los goces narrados y fantaseados, hasta el punto de que es su propia esposa, a la que iba a traicionar, la que ocupa su lugar en el lecho junto a la hembra que ha despertado su concupiscencia.

Por último, M. Butterfly (David Cronenberg, 1993) curiosa combinación en la que un hombre cree estar realizando continuamente el acto sexual con su amada precisamente porque ignora que ello es imposible. Es la ignorancia de la imposibilidad la que lo mantiene firme en su posición.

Estos ejemplos, elegidos casi al azar, nos dan la pauta de una constante en todos ellos. Lo que nos encontramos es la dicotomía establecida desde siempre por el psicoanálisis entre la virgen, pura e íntegra, la “dama de los pensamientos”, y la prostituta, la mujer extraviada y perdida, que anega el deseo masculino en su frecuente versión obsesiva (2). Conflicto que ha de ponerse de manifiesto cuando, en el seno de una realidad fantasmática sólidamente establecida, irrumpe un factor que quiebre su sustento subjetivo.

2. Vid. Sigmund Freud, “Sobre un tipo especial de elección de objeto en el hombre” en Obras completas, Barna., Orbis/Biblioteca Nueva, 1988 (pp. 1625-1630). En este texto desgrana e interpreta Freud las singulares condiciones que necesita reunir el objeto erótico de cierto tipo de neuróticos y que se resumen en: ”la falta de libertad y ligereza sexual de la amada, su alta valoración, la necesidad de sentir celos, la fidelidad, compatible, no obstante, con la sustitución de un objeto por otro en una larga serie y, por último, la intención redentora.


II. De una irrupción y de las dos acepciones de la ignorancia.
El filme de Martin Scorsese narra, justamente, un conflicto que tiene su origen en la irrupción de una mujer. ¿Dónde? Pese a que ha habido una cierta tentación de realizar un abordaje predominante sociológico del filme, hemos de sostener que la irrupción relatada se produce, antes que nada, en la vida de un hombre. Lo que sucede es que cualquier devenir particular está necesariamente inserto en un universo que puede, muy bien, tomar la forma representativa de un medio social. Este mundo, mundo de hombres, al que Ellen Olenska adviene por intermedio del deseo de Newland Archer, es un cosmos determinado por el principio del placer, del silenciamiento de lo desagradable, de la huida de la verdad. Es un medio tejido por sujetos que se encargan de su custodia como discretos pero feroces guardianes de su carácter de protección fantasmática, de límite, de norma social que, incluso superponiéndose a la ley jurídica, contiene los efectos nocivos de los impulsos particulares en los confines de lo tolerable. Como Archer le recuerda a su prima política en su primer encuentro en privado, para disuadirla de su intención de divorciarse:

En casos como éste, el individuo es casi siempre sacrificado a lo que se supone representa el interés colectivo: la gente se aferra a cualquier convención que mantenga unida a la familia… protege a los hijos cuando los hay… (3)

3. Vid. Edith Wharton, La edad de la inocencia, Barcelona, Tusquets, 1994, p. 100. Nos encontramos con este filme, no sólo con una obra maestra por sí misma, sino con todo un modelo en el arte de la adaptación cinematográfica. Esta radical fidelidad al texto novelesco nos autoriza –creemos– a citarlo, en los momentos en que ello resulte esclarecedor para nuestra lectura del texto fílmico. Lo haremos simplemente entrecomillando el texto y reseñando, a continuación, la página entre paréntesis.

Pero ¿cuál es el procedimiento por el que este muro de contención se construye, y reproduce? ¿Cuál es la cuota de responsabilidad de cada sujeto en su mantenimiento? La primera secuencia del filme resulta paradigmática en este aspecto. Asistimos a una representación operística, y observamos a dos de los compañeros de palco de Newland Archer –Sillerton Jackson y Lawrence Lefferts, figuras clave en los mecanismos de vigilancia de la buena sociedad neoyorquina– escudriñar con sus prismáticos, no la escena, sino al público de platea. Scorsese resuelve la secuencia magistralmente, con una serie de planos cortados, congelados, rapidísimos, que van, progresivamente, desde el plano general al plano de detalle. Es decir, que nos hallamos ante una mirada focalizada para la cual el tejido de la realidad está conformado por un entramado sígnico, preñado de evidencias significativas para ojos entrenados, avezados, en el uso de un código que facilita los movimientos, “si se saben los pasos a seguir”. Y notemos qué diferencia con la mirada que, un instante después, proyecta, sobre ese mismo espacio, la recién llegada Ellen Olenska. Una mirada general, homogeneizadora, que acompaña con un grácil gesto indicativo de su mano derecha y que connota, no sólo su desconocimiento de la estructura simbólica ante la que se halla –llega a compararla con el paraíso– sino, también, del lugar que se le ha asignado en ella como elemento perturbador de alto carácter significativo. Frente a la mirada sesgada y focalizada de los autóctonos, esta “extraña mujer extranjera” –evidente pleonasmo– observa ese mismo mundo benignamente opaco sin lugar para las diferencias sémicas. Estamos en un ámbito en el que la verdad “ni se dice, ni se piensa, sino que se representa por oscuros signos”. Precisamente, el hincapié constante que, desde la voz narradora, se hace del carácter “tribal” del medio social representado no hace sino subrayar –frente a otros condicionamientos sociológicos, económicos o políticos– su naturaleza de armazón simbólico, de andamiaje significante. En medio de esta maraña, Newland Archer se va a encontrar súbitamente dividido entre dos mujeres que serán emblemas antagónicos de dos acepciones irreconciliables de la pasión de la ignorancia: su prometida May Welland, plenamente perteneciente a su mundo, y la prima de ésta, Elen Olenska, recién llegada de una Europa en la que deja a un marido infiel y un pasado turbulento y enigmático. En la escritura del filme, este desgarro va a tener su reflejo en la imposibilidad de ambas mujeres para compartir el mismo encuadre –aunque compartan, narrativamente, algún tramo del relato– excepto en los casos aislados de este primer encuentro y la cena final. La presencia de la una evoca y exige, en la existencia de Archer, la ausencia de la otra.

Por una parte, la prometida, constituyente de una relación legítima. Su cándido pero vigoroso talle de Diana es fiel reflejo de aquella cualidad que atrae por encima de cualquier otra la atención de su caballero: “Nada en su prometida le complacía más que su resuelta determinación de llevar hasta sus límites más extremos el ritual de hacer caso omiso de lo ‘desagradable’ que formaba parte de la educación por ambos recibida.” (p.29)

Pero May, la inocente May, resulta a la postre, una taimada estratega, pues su ignorancia de todo lo que exceda los límites de su universo simbólico, no implica, en ningún momento, el desconocimiento de las reglas simbólicas que lo gobiernan. La ignorancia de May es ignorancia de segundo grado, pues es pasional impulso de rechazo de su propio no saber. May ignora que ignora y, ante el gran interrogante de su existencia, sólo encuentra una respuesta: la maternidad, que prende el alma de su hombre y pone en fuga a la otra, es, para ella, a su vez, la evacuación de cualquier interpelación a su deseo. Su ignorancia militante y apasionada, sabremos, a la postre, que estaba habitada por un saber. De ahí, que pronto se rebele inútil el carácter emancipador que Newland pretende arrogarse frente a ella: “Pronto le competería ya quitar la venda de los ojos de la joven y pedirle que mirara al mundo de frente. Pero ¿cuántas generaciones de mujeres antes que ella habían descendido vendadas al panteón familiar? Sintió un ligero escalofrío al recordar algunas de las nuevas ideas de sus libros de ciencia y el muy citado ejemplo del pez de cueva de Kentucky, que había dejado de desarrollar ojos porque no los necesitaba para nada. ¿Y si, cuando pidiera a May que abriera los suyos, se encontraba con que sólo eran capaces de mirar huecos al vacío?” (p.75)

La ignorancia de Ellen Olenska, es de signo completamente inverso, y parece demandar, contrariamente a la de May, no un libertador sino un guía, un preceptor avezado que la proteja en los intrincados laberintos de la nueva ley tribal a la que se enfrenta. Un redentor en el que se privilegie el carácter de protección antes que el emancipatorio: “Una gran ola de compasión había barrido su indiferencia y su impaciencia: veía a la condesa ante él como a un personaje lastimoso e indefenso, a quien había a toda costa que preservar de herirse más veces en sus alocados embates con el destino.” (p. 86) (4)

4. Vid., el texto de Freud citado.

Su llegada a él es una demanda en busca de saber, porque la condesa desconoce las reglas que su prima domina a la perfección. De ahí su primera petición a Archer –“háblame de May”– acompañada de una alusión inquisidora a los límites de la pasión amorosa. Pues, como contrapartida a una ignorancia que puede cifrarse en el enigma que para ella representa el amor legítimo de un hombre, tiene una noción clara de un más allá del límite, lo que le lleva a cuestionar constantemente los valores establecidos, excediendo, con su mera presencia, el entramado de signos que pretende neutralizarla y provocando una sensación de opacidad que revela su fundamento arbitrario y su siempre precario equilibrio. Opacidad, misterio y exceso de lo simbólico que connota su desenvoltura física, el claro matiz naturalista que le imprime magistralmente la interpretación de Michele Pfeiffer, subrayado por Scorsese con luminosos primeros planos e, incluso, con el recurso a la cámara lenta. Su asociación icónica a mujeres sin rostro en los cuadros completan el panorama de su presencia enigmática.

Pero Olenska irrumpe –hemos de recalcarlo– no en un medio social represivo, sino en la vida de un hombre. Sabemos –May lo recuerda– que Newland mantuvo un romance con una mujer antes de su compromiso, cuya banalidad él se encarga de subrayar. Newland sabe y asume con toda comodidad que hay dos tipos de mujeres. En la novela ello se explicita diáfanamente: “Este [su anterior romance], en dos palabras, había sido de los que habían tenido la mayoría de los jóvenes de su edad, y de los que salían con la conciencia tranquila y una imperturbable fe en la abismal distinción entre la mujer que uno ama y respeta y las que uno disfruta y compadece.” (p. 87)

¿Cuál es el efecto de la aparición de Ellen Olenska en la convencional existencia de Archer? Precisamente, poner en solfa esta férrea división entre la figura de la imagen materna y la de la prostituta. Newland se encuentra ante el efecto siniestro que produce su amor ilegítimo por la condesa de que ambas imágenes pueden llegar a fundirse:

Pero precisamente la decidida antítesis entre la “madre” y la “prostituta” ha de estimularnos a investigar la evolución y la relación inconsciente de estos dos complejos, pues sabemos ya de antiguo que en lo inconsciente suelen confundirse en uno solo elementos que la conciencia nos ofrece antitéticamente separados. (5)

5. Vid., Freud, Op. cit.

Y, dado este conflicto, ¿cuál es la posición subjetiva de Archer ante él, cuál su responsabilidad? Su posición queda perfectamente puesta de manifiesto por medio de los envíos de flores que efectúa a ambas mujeres. Al salir de la casa de Ellen Olenska, en su primera visita, se dirige a la floristería para encargar esos lirios de color inmaculadamente blanco que hace llegar diariamente a su prometida. El blanco es un color emblemático, de un carácter sígnico perfectamente transparente: virginidad, pureza, legitimidad de la relación. Una vez allí decide, además, enviar a la condesa unas rosas amarillas. A diferencia de las anteriores, estas flores carecen de la cualidad del emblema; como mensaje, no tienen un sentido prefijado. Si devienen significantes es por su puesta en relación con los lirios enviados a May Welland. Dialectización perfectamente subrayada por los fundidos en blanco y amarillo que cierran la secuencia. Es decir, que este Archer que envía los dos ramos, negando en el segundo la colocación de su tarjeta, esconde, así, su carácter de sostén, de esta estructura simbólica. Negándose a ser identificado con su deseo, es el que construye la relación simbólica de la que él mismo va a ser víctima. El sujeto colabora en ello con toda su fuerza y pasión pese a que intente subrepticiamente despejar su presencia. Los lirios advienen a la condición de signo puramente convencional, precisamente, al entrar en relación directa con unas rosas a las que Ellen Olenska dará su exacto valor al preguntar a Archer, en su siguiente encuentro en el teatro, si el protagonista de la escena que acaban de ver, enviará al día siguiente, rosas amarillas a su amante. Es con esta pregunta con la que la relación de protección entre ambos queda absolutamente invertida. Él tendrá que declararle su amor antes o después con efectos de profundo desgarro, porque tanto el matrimonio de ella como el compromiso de él quedan, de pactos simbólicos perfectamente establecidos en una posición de extrema debilidad Welland que los convierte, en principio, a sus ojos, en susceptibles de ser ignorados. Y, tras ello, su relación queda radicalmente invertida: Newland Archer ha pasado de ser el guía y protector, el encargado de otorgar el ser a una mujer, a mendigárselo. Newland va a pasar a nombrarse por boca de su amada. Elle le dice: “para amarte he de renunciar a ti”. Y desde aquí su insignia será “soy el hombre que se casó con una mujer porque otra le dijo que lo hiciera”. Archer seguirá prendido en las garras de su posición social mientras su deseo le impele a romper con todo. La secuencia de esta conversación se plantea ante el cuadro de Ferdinand Khnopff, Edipo y la Esfinge: escena de inminente devoración de un hombre por el enigma que una mujer le plantea.


III. Entre la voz y la mirada: un lugar para la ironía.
Tras estas reflexiones alrededor de la trama, hemos de referirnos al carácter de magistral adaptación de una novela que posee el filme de Martin Scorsese. Hay toda una serie de elementos significantes destacables, que procede, en unos casos, de la ficción original y, en otros, de la mirada fiel, a la par que lúcida y reflexiva que Scorsese proyecta sobre ella. Comencemos con elementos que provienen de la novela, por ejemplo, el simbolismo de los nombres. Todo el conflicto social y simbólico que el relato desarrolla está basado en la oposición clave entre el mundo europeo –viejo, complejo, lúcido o decadente– y el norteamericano, con su puritanismo simplista. A partir de aquí, incluso el nombre de los personajes tiene un carácter indicial. Comencemos por Newland Archer. Su nombre, Newland lo constituye en emblema de la tierra nueva, del nuevo continente, pero, en un contrapunto irónico, su apellido Archer remite directamente al semblante de Diana que caracteriza a su rapaz esposa, May Welland, porque esta tierra no sólo es nueva sino también la buena.

Europa será, a través de su representante en la sociedad neoyorkina, Ellen Olenska, caracterizada como el mal. La vuelta de la condesa a Europa será calificada por Archer de vuelta al infierno. Ellen como su mitológica predecesora, mujer a la que hay que liberar de las garras de un hombre, mujer cazada frente a mujer cazadora.

Esta fusión entre dos modelos de mujer en el corazón de Archer, comienza a significarse en el texto fílmico en el magnífico genérico diseñado por Elaine y Saul Bass. Flores que se abren una tras otra y que están investidas por la textura de una antigua y delicada tela que será el regalo de bodas recibido por May y Newland de su prima, rival y amada. El genérico continúa con los créditos insertos en el texto autógrafo de una de las páginas de la novela. Y ello, nos lleva a pensar en uno de los recursos estéticos más polémicos en la puesta en escena. Nos referimos, claro, a la voz en off de la narradora. Esta voz, de la que podría objetarse su excesiva omnipresencia en el filme, es una voz de mujer que cumple, pese a las apariencias, con una economía expresiva extrema. Esta funcionalidad que le atribuimos, proviene de hecho de que, en el guión adaptado de la novela, si no fuese por la voz en off, determinados hechos habrían de ser narrados por medio de secuencias dramatizadas, y ello redundaría en la ausencia de Archer de algunas de ellas. Y Archer es, por definición, el único personaje que jamás está fuera de escena, pues es la representación de su responsabildad moral, el núcleo de la trama. Las mujeres, ya lo hemos dicho, se alternan; Newland siempre está presente. La voz en off tiene, en consecuencia, tanto un carácter informativo como reflexivo.

Pero la entrada, la presencia, incluso física, de Scorsese en la película, se produce en los intersticios, en las brechas existentes, entre la posición subjetiva de Newland Archer y la estructura simbólica que él, en su conflicto, está ayudando a mantener. Entre la primera y segunda parte del filme (entre el antes y el después del matrimonio), hay una secuencia de transición en la que Scorsese presta su semblante al fotógrafo que va a retratar a May para la boda. Tras su mutua declaración amorosa, y en un instante de ambigua ubicación –la escena ocurre tras la declaración pero nada nos indica con exactitud el tiempo transcurrido–. Ellen recibe una nota de May en la que le informa de que sus padres han accedido al adelantamiento de la fecha de su matrimonio. Pasa la nota a Archer que la lee y queda sarcásticamente anonadado (el rostro de Daniel Day Lewis le presta una expresividad gloriosa a este sentimiento de amarga, ridícula y patética resignación). Tras ello, un plano de May rodeada tras un agresivo fondo de flores blancas, en un travelling de acercamiento, de efectos verdaderamente teratológicos, hasta sus ojos. Por fundido encadenado con el rostro de Newland, pasamos a una imagen de May con su vestido de novia, reflejada en la placa fotográfica, es decir, invertida. Plano de recurso del estudio fotográfico y plano frontal del fotógrafo/Scorsese que decide advenir simbólicamente a la diégesis en este momento en que la trama adquiere su fatal irreversibilidad. Es decir, que Scorsese, tras la cámara, nos indica su amarga pero a la vez mordaz toma de partido por la abnegada renuncia de la condesa, connotada por las irónicas inversiones en las imágenes asociadas con May y que indican lo pírrico de su victoria. Pues, tras un repaso por los regalos, aparece, reflejada en el lago, la casa rústica de los Van der Luyden –donde Newland fantaseó por primera vez con el amor de Ellen Olenska– y que ella recomendó para pasar la noche de bodas por ser “la única casa en América donde podía imaginarse perfectamente feliz”.

Pero no son las únicas muestras de vanguardismo en la puesta en escena que ejercen plenamente su función de marcas discursivas. Los fundidos en blanco, amarillo o rojo ponen en marcha, desde la enunciación, la dialectización cromática a la que ya hemos aludido. Junto a ello, los recursos arcaizantes como las cortinillas o el “cache”, para marcar una relación singular con el fuera de campo que el modelo clásico estabilizó con el fundido en negro, consagrando un espacio que el relato debía de suponer aunque estuviera vedado para el ojo: el contenido preñado de sentido, pero ciego, de la elipsis narrativa. Punto en los bordes del encuadre que, aquí, va a resultar problematizado, pues su oscura transparencia, su transitividad semántica es sustituida por el resplandor opaco de una ignorancia: la lógica del deseo no atañe al sentido. Exactamente igual el “cache”, que siempre enmarca a Newland, a la entrada de la floristería, con Ellen en el teatro o –en una curiosa versión sonora en los jardines de St. Agustine– desligándole de May, subrayando el aislamiento de su deseo frente a los fantasmas del entorno.

Y, por último, un juego con el contracampo que toma la forma fantasmal de una elipsis invertida, existente para el ojo pero no para el relato. En esa casa en la que Ellen se concibió feliz, Newland sueña con su amorosa aproximación hacia su espalda hasta fundirse con él en un tierno abrazo. Sólo al volverse éste, descubrimos en el contracampo que Ellen no se ha desplazado de su asiento, que el movimiento sólo ha tenido lugar en la fantasía de Archer, con sus ojos cerrados sorbiendo el aroma del amor prohibido. Plenitud imposible del deseo que proporciona el anhelo pasional de la ignorancia.

Ironía de la cadena metonímica, por tanto, que no apunta en su sentido último al anhelo fantasmático del sujeto. Dos casos más. La sombrilla camerunesa de la pequeña Blenker a la que Archer le dedica una devoción tan patética como irónica –pues su amada nada tiene que ver con ella– y que lo convierte en un fetichista descabalado. Y ese letrero, en su último encuentro de enamorados en el Museo de Arte de Nueva Cork, que los convoca ante un extraño artefacto etiquetado con la leyenda “Use Unknown” y que contaminará esa llave perdida, enviada y devuelta sin abrir, que parecía ser el único paso serio hacia la culminación de su amor en el goce.


IV. El goce, tras los bordes del encuadre.
Uso desconocido, ignorado, pero perfectamente supuesto. El medio social, la tribu, no puede sino suponer la genitalidad, la falicización, de un goce que, como en el cine clásico, deviene ilusoriamente pleno precisamente porque no ha sido efectivo, porque no ha podido ser visto jamás, porque es remitido a las fases elididas del relato, perpetrado fuera del campo ocular. Tras los bordes del encuadre.

Después de la súbita decisión de Ellen de volver a Europa, cuya causa Newland desconoce, el matrimonio Archer da su primera cena en honor y despedida de la condesa. Como en todas las ostentaciones culinarias a los largo de la película, los manjares, en el dibujo de sus impolutos contornos, advienen, también ellos, a la dimensión de elementos discretos, significantes. El alimento, traducido en luminosidad cromática, orienta lo pulsional hacia el placer. Y lo mismo hace el medio social al reducir lo prohibido al goce fálico, a la genitalidad. Archer advierte, con la certeza que otorgan el ceremonial y el silencio, que toda la tribu actúa bajo el convencimiento de que él y la condesa Olenska mantienen una pena relación de amantes. La suposición de la genitalidad adviene, pues, ante la imposibilidad de la ignorancia. Esta genitalidad, este galicismo, supuesta de esta manera, no es más que el correlato de la autoafirmación de la ley, en la que, por la vía de la transgresión, el ser esgrime su completad. Sentido último en que la estructura simbólica cifra su carácter de límite a lo intolerable.

Y ese hijo, que May anunció –sin tener la plena seguridad, pero también sin equivocarse–, es la cifra de lo que en un medio social hace frontera al goce y ley para el deseo: como la relación de su esposo con su “amante”, es tabú, silente, incomprobable, pero misteriosamente efectivo. Sólo treinta años después descubrirá Archer que ese saber con el que May operaba tenía, en su conciencia, una formulación explícita. Este momento histórico, en el que se encuentra caminando con su hijo por las calles de París en dirección a la casa de Madame Olenska, es el de la fusión de la ley social con la ley jurídica. El amor se iguala al matrimonio. La actitud refractaria al divorcio de la Nueva Cork decimonónica queda obsoleta, pues la prometida de su propio hijo es la hija del segundo matrimonio del otrora escandaloso Julios Beaufort con la que durante años fue su amante (6). Es la ley moderna, que se piensa omnicomprensiva, la que no está capacitada para tolerar el adulterio porque permite convertirlo en divorcio y nuevo matrimonio. La ley moderna ignora que sin valor no hay deseo, pues éste es producto de la ley que lo coarta.

6. Si bien el texto novelístico aclara que las segundas nupcias de Beaufort se producen tras su enviudamiento, Scorsese omite este dato, dejando la situación en una calculada ambigüedad.

Como dijo en aquella cena treinta años atrás Lawrence Lefferts, “la sociedad siempre ha tolerado a las mujeres vulgares”. El problema estribaba en que algunos hombres las tomaran en serio. Por ello Archer, el “anticuado” Archer, se niega ver a Ellen en París, porque prefiere la resplandeciente presencia de un recuerdo falso: el rostro bellísimo que jamás contempló junto al faro de Lime Rock.

Y es que, pese al concepto de igualdad moderno que arrasa la diferencia, es posible que, para algunos hombres –hablo desde una posición voluntaria y radicalmente relativa– no todas las mujeres sean iguales. Y es, también, imposible trasladar a la frialdad de un análisis la infinita tristeza que causa la renuncia originada en la cobardía.

 Este texto se publicó originariamente en
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver nº 1

Ediciones de la Mirada, Valencia, noviembre 1994



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