Botonera

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9.4.12

BANDA APARTE - CENESTESIA DEL TIEMPO. CONTEXTO DEL RELATO EN "OCEANOGRAFÍA DEL TEDIO", EUGENIO D'ORS, 1919 Y "EL CIELO SUBE", MARC RECHA, 1991.

COORDINADOR: JESÚS RODRIGO


CENESTESIA DEL TIEMPO

Contexto del relato en Oceanografía del tedio
-Eugenio d'Ors, 1919- y
El cielo sube -Marc Recha, 1991-

VICENTE JOSÉ BENET

A Rubén Valle y Virginia  Blanco
in memoriam.

1. El cielo sube (Marc Recha, 1991) requiere una aproximación pausada del espectador, demanda una capacidad de detenimiento y reflexión particulares. Es un texto exigente que pide de manera imperativa que la experiencia de su recorrido sea endógena. Al contrario de otros filmes que se abren a un mundo intertextual, a referencias y citas cruzadas que desdibujan sus perfiles para permitir una experiencia no limitada de su recorrido, el texto que nos ocupa pretende aislarse en sí mismo y reclamar una rigurosa autosuficiencia. Y ese rigor es el que acaba restringiendo los recorridos posibles y determina, al mismo tiempo, su orientación estética. Es decir, al espectador, en su experiencia del texto, no le quedan excesivas posibilidades de entrada en el universo ficcional que se le propone. O se comparte la propuesta o se abandona inmediatamente. Y en ese compromiso que requiere del espectador se sella, de manera irreversible, un acuerdo ético. Si se está dispuesto a dejarse arrastrar por el texto propuesto, la singularidad de la experiencia, las posibilidades de entrada por parte del espectador, quedan fuertemente acotadas. Es cierto que toda experiencia de un texto (sea cual sea) es singular, que todo recorrido demanda un lugar diferente de la enunciación que surge de su puesta en marcha, en un momento dado, por el trabajo de un sujeto. Pero, como acabamos de manifestar, en El cielo sube, como en otras obras artísticas fuertemente marcadas por las huellas del trabajo de su producción, el sujeto que intenta movilizarlas en el proceso de lectura (o reescritura) encuentra sus recorridos necesariamente limitados. No hay posibilidad de una lectura mimética que los conecte fácilmente con la exterioridad, con un contexto. El intertexto con el que se relacionan queda difuminado precisamente por los perfiles tan claramente marcados del texto, que se reclama irreductible, mostrando su diferencia con un obsesivo empecinamiento.

2. Ese carácter irreductible, sin embargo, no puede dejar de lado su referente fundamental, el lugar desde el que reconoce su propio origen. El precedente literario del texto fílmico deja, en este caso, una marca poderosa e ineludible en la concepción del relato audiovisual. Oceanografía del tedio de Eugenio d’Ors (1919) no es simplemente el punto de partida literario para la construcción de un relato audiovisual autosuficiente. Más bien diríamos que establece un diálogo profundo con el texto fílmico a partir del cual no sólo se trata de reproducir una historia, si no una reflexión (no olvidemos, profundamente ética) sobre los mecanismos de representación narrativa dominantes. En este sentido, no podemos dejar de señalar que el texto de d’Ors es coetáneo del asentamiento de unos modelos narrativos (que podríamos emblematizar en el Griffith de los grandes largometrajes del segundo lustro de los años 10) que encuentran en el cine su último gran soporte, mientras padecían una revisión y crisis insuperable en la literatura de principios de siglo. El cielo sube, de Marc Recha, parece entablar un diálogo semejante, pues se toma la distancia necesaria para reflexionar sobre el carácter alienante que los epígonos de dicho modelo narrativo audiovisual, sobre todo en el marco televisivo, han acabado por asumir para construir el imaginario (-¿y los relatos?-) dominante de nuestra sociedad. En cierto modo, en la Oceanografía del tedio d’orsiana, las reflexiones pseudorrománticas que acaban por conectar el recorrido de su personaje por el simbolismo wagneriano o las Voluntades de Ordenación y Potencia, reminiscencias de Nietzsche, revelan una cierta nostalgia del arte total ante la era de la máquinas, del montaje y de la producción masificada. La reacción de d’Ors, por lo tanto, se escudaba en una cierta aristocracia de los sentimientos que encontraba en el refugio de la indolencia, de la pasividad absoluta, el remedio para soportar el imparable recorrido del tiempo histórico.

No es ésta (no puede serlo), evidentemente, la propuesta del filme de Marc Recha. Pero sí que hay una profunda convergencia con el modelo literario que tiene que ver, precisamente, con la distancia ante el contexto histórico y estético. Si observamos el peculiar modo de entender el montaje, la rugosidad (el grano) de la imagen fotográfica, la observación minuciosa de la naturaleza que la convierte en escenografía, y, como recurso determinante, el anclaje fuerte en un relato, nuestro análisis encuentra una reflexión en el filme de Recha que, conducida desde modelos de larga tradición, pretende enfrentarse al contexto audiovisual dominante. Mientras las imágenes se despegan hacia la abstracción, se alejan de su determinación mimética, una historia simple (como en Hanoun o Bresson) soporta el peso de una reflexión que habla sobre al arte y sobre el compromiso ético con las formas de las que se sirve.

3. Porque hay dos factores compenetrados en el profundo riesgo que asume el filme en su irreductibilidad. Por un lado, el trabajo de las imágenes que reclama, como acabamos de decir, un espesor fotográfico arcaizante, más cercano de ciertas vanguardias (Ruttmann, Vertov, Man Ray o, paradójicamente, también la fotografía realista de los años treinta) que a los modelos electrónicos, digitales o virtuales que determinan la calidad de la mirada contemporánea sobre el mundo. Las imágenes dominantes de la actualidad, cibernéticas o electrónicas, son frías, están desprovistas de la calidez (del grano) de lo fotográfico. En ese sentido, hay que destacar el distanciamiento de una propuesta que explota en la propia construcción imaginaria precisamente esta misma calidez y rugosidad del dispositivo mecánico, que mira a una tradición, la fotográfica, exiliada por los modelos de representación que responden a la ideología de la alienación comercial o televisiva.

Pero, por otro lado, una construcción narrativa desnuda, vertida fundamentalmente sobre la banda sonora y en constante tensión con las imágenes. En determinados momentos (escasos) parecen relacionarse de manera tan directa que constituyen sorprendentes pleonasmos, como ocurre en el cine de Marcel Hanoun. En estos instantes, el relato desvela el funcionamiento de una relación que parece redundante, absolutamente transparente, para determinar los límites de la mirada. En un fragmento titulado “El desperezamiento” el narrador nos informa del complejo proceso interno del desperezamiento mientras hay un plano sostenido del cuerpo inmóvil del actor. El espectador es partícipe de dicho proceso del que sabe que la mirada no puede dar cuenta, y por eso mismo la sensación de redundancia es imposible. La imagen no puede responder a la palabra, ni ésta puede dar cuenta de la forma a través de la cual las imágenes representan este acto con una determinada textura. Y, sin embargo, somos testigos del proceso de manera privilegiada, sabemos que la absoluta inmovilidad posee un complejo movimiento interno del que, aunque no podamos observar sus gestos, somos partícipes. Por eso, en otros fragmentos en los que se pretende explotar esa relación de la observación del cuerpo inmóvil con la descripción verbal de sus reacciones (como ocurre en los fragmentos de “Concierto” o “La jaqueca y sus misterios”), la narración se topa con la arbitraria selección de la mirada sobre ese cuerpo opaco. De este modo, el cuerpo se fragmenta, se constriñe por un cache que selecciona los pedazos para insistir en la limitación de la mirada en su relación con el cuerpo del que habla la voz narradora. Y al definir tan claramente los límites de la mirada de un espectador ubicado ante ese cuerpo y ante las cosas (y la naturaleza) que le rodea, observamos que ésta se ha ido despojando de la omnipotencia que le otorgaba el cine clásico para construir el relato. En ese sentido, su orientación acaba siendo especulativa o incluso fenomenológica, pero no estrictamente narrativa. La mirada se detiene en los objetos, insiste en ellos, los fragmenta y escudriña y deja correr el tiempo para, como diría Flaubert, volverlos interesantes por sí mismos aun en su opacidad, ajenos a lo que puede relacionarlos en un proceso narrativo.

Pero el lugar desde el que esos límites de la mirada se trabajan ha de desvelar algo no menos importante. El espacio en el que la voz y la imagen confluyen acaba por dar nacimiento al del relato. El cine se convirtió en un espectáculo dominante porque supo articular como ningún otro el ámbito fascinante de la imagen con un orden discursivo a través de una integración narrativa. Las tradiciones que se unieron para dar forma al arte del siglo XX, desde las espectaculares o circenses a las literarias de distinto tipo supieron ver que sólo el orden narrativo en su formulación más tradicional podía soportar el peso de dicha integración de lo imaginario y lo espectacular. Y para ello fue fundamental aprender a conducir la mirada, dotarla de una perfecta y privilegiada ubicuidad para comprender a los personajes, sus acciones y motivaciones. La manipulación del lugar de la mirada sirvió para integrar narrativamente la fragmentación imaginaria, y desde ella se construyeron las bases del cine clásico.

Para el espectador hay también en El cielo sube un fuerte referente clásico en la estructura narrativa, pero de características absolutamente diferentes en su estrategia de manipulación de la mirada. Al hablar de clásico, más que como una apreciación historiográfica, quisiéramos entender una disposición absolutamente paradigmática, un ejemplo depurado que puede servir de modelo narrativo absoluto. Observamos, de partida una situación estable. Hay una lucha por evitar el conflicto, la situación que ha de poner en marcha los dispositivos de la narración mediante la ruptura de la estabilidad inicial. De este modo, la fase que podríamos considerar previa del relato, la que antecede a la disrupción, se haya dilatada, tensada como una cuerda hasta que finalmente puede ser liberada con un conflicto. El problema radica básicamente en alejar ese momento, en intentar establecer un relato desde la nada, desde la ausencia de conflicto. Por este motivo la tensión se conducirá hacia su interior, de manera que parezca que el conflicto radica, valga la paradoja, en la ausencia de conflicto, o en el desasosiego relacionado con dicha ausencia de conflicto. Sólo hay consciencia del cuerpo y de la naturaleza más inmediata, de los objetos y de las marcas del tiempo, hasta que el relato inevitable ha de aparecer en su forma esencial y necesaria: la del enfrentamiento de un sujeto ante su deseo.


4. La aparición de la mujer será la traducción narrativa de dicho enfrentamiento, pero esto es simplemente el efecto que el relato dispone para afirmarse como tal. Ante todo, para que exista relato, insistimos, ha de existir un enfrentamiento del sujeto a su deseo y ese enfrentamiento sólo se puede reconstruir desde una pérdida que lo ponga en funcionamiento. Descrita la llegada de la mujer como peligro, antecedida por el sonido de sus pasos y apenas entrevisto su rostro, el relato gira sobre sí mismo y se da cuenta, a través del personaje masculino, de que su estructura se asienta exclusivamente en el deseo y la inevitable pérdida del objeto. Esta reflexión sobre la propia enunciación refleja una conciencia metatextual que, en este momento clave, permite la reflexión sobre las condiciones que requiere este (y cualquier) relato. Recordemos el momento reproducido casi literalmente en el filme del fragmento de Eugenio d’Ors titulado “Las tres unidades”:

“…el cielo mismo, en su nitidez azul, parece una inmensa pupila que irónica, vigilara el drama silencioso que ha empezado en la tierra –muy a ras de tierra.

Muy a ras de tierra –piensa Autor (pequeño humorístico pensamiento clandestino…, pero ¡cuidado, que sea por última vez!)-, muy a ras de tierra, pero nadie podrá quitarle a mi humilde drama el mérito de reunir, incluso exagerar, las “tres unidades” clásicas… La unidad de tiempo, de lugar y de acción. Añadámosle aún, por gala, la unidad de chaise longue.” (Oceanografía del tedio, Barcelona, Tusquets, p.85-86).

Esta autoconsciencia de la narración (a través de las fuertes marcas irónicas del sujeto de la enunciación, que en ningún momento elude desvelar el artificio que pone en pie) parece fundamental precisamente en el momento en el que el deseo, en una encarnación depurada hasta la abstracción, interviene para orientar el relato y produce un conflicto en forma de pensamiento. El deseo produce la mínima acción posible y precisamente la que pretendía ser eludida en la condición de partida: “ni un movimiento, ni un pensamiento.” Esta mínima acción, manifestada con un pensamiento y un ligero incorporamiento en la chaise longue del protagonista, construyen el máximo punto de tensión narrativa. Con la pérdida necesaria del objeto, sin embargo, vendrá la cura y la resolución de la trama (del conflicto) mediante la finalización del letargo. Si el relato ha de transmitir una experiencia, no puede ser más clara. La lección que produce el tedio tiene que ver con asumir la inaccesibilidad del objeto de deseo, algo que orienta la vida del narrador y, por otro lado, la estructura de cualquier relato:

“¿Fatiga? ¿Quién piensa en la fatiga, quién piensa en Doctor que la curaba? Autor y no siente la fatiga, desde que sabe que él ya no puede conocer el descanso”. (p.124)

El deseo y la trama narrativa se identifican. La narración se revela también como forma de transmisión de la experiencia y a través de ella, de un determinado saber, como decía Benjamin en Der Erzähler. Y esta es una reflexión fundamental del filme de Marc Recha: nos conduce a ese instante de nacimiento del relato de una manera absolutamente simplificada para permitir pensarlo a través del lugar que ocupa en el mundo contemporáneo. Decíamos que la de El cielo sube era una propuesta ética porque la interrogación sobre el funcionamiento de los relatos en nuestra sociedad (post)moderna sigue siendo un problema fundamental. La abstracción del filme es también narrativa, y lo es porque reproduce en su depuración extrema las condiciones básicas para construir un relato en un contexto en el que éste ya no es la forma privilegiada de transmisión del saber.


5. Hay un efecto narrativo sobre el que no podemos pasar de largo. Hemos hablado del trabajo de la imagen fotográfica, condensada en los objetos o en su propia textura, llevada en ocasiones a la abstracción de la que acabamos de sacar consecuencias narrativas. Pero no hay que olvidar que esto se produce desde un anclaje determinante: el de la voice over que soporta la trama y que determina que, en gran medida, los personajes y los objetos no sean más que sombras amarradas a la voz que las construye. Hemos mencionado anteriormente cómo el relato fílmico se elabora desde la integración de los efectos imaginarios con un elemento narrativo. Este se hace depender de la voz de un narrador externo que cuenta la historia con la precisión descriptiva de la omnisciencia. Pare ello, para poder aferrar precisamente el complejo dispositivo imaginario con el que trabaja el filme, Mar Recha ha operado, con respeto al texto de Eugenio d’Ors, un cambio aparentemente de matiz pero con profundas repercusiones desde la perspectiva de la enunciación. En Oceanografía del tedio el protagonista es llamado “Autor”, manteniendo una cierta ambigüedad sobre el estatuto del narrador por los constantes desplazamientos de persona (primera o tercera indistintamente) y sobre su función homo o heterodiegética. En El cielo sube, sin embargo, y aunque se mantienen con el respeto al texto las indeterminaciones sobre la persona, el “Autor” ha pasado a tener un nombre concreto: “Juan de Dios”, el narrador es claramente heterodiegético y la construcción narrativa de la trama se asienta con una mayor determinación. Esto parece imprescindible, precisamente, para conducir hacia la narración la elaboración imaginaria que venimos describiendo.

Y todo este proceso narrativo, no lo olvidemos, se trabaja desde unas estrategias de enunciación que manejan una voz poderosa, visible incluso para escribirse en constantes carteles que distinguen los fragmentos y que recapitulan sobre los elementos que han intervenido en la construcción del filme (como en el fragmento “Se acerca una tempestad”, siguiendo escrupulosamente el texto de d’Ors). La voz fragmenta el relato y lo conduce de manera definitiva dejando sus marcas incluso como letra impresa. No sólo se trata de un problema de control del material narrativo, sino de proclamar, de hacer obvio, su trabajo, con lo que volvemos a la tradición romántica de la que hablábamos anteriormente y que puede conectar el texto fílmico con el literario.

6. Esta voz, el tipo de relato que pone en pie, no sólo se distingue por su afirmación, por su omnipresencia tan llamativa que se enfrenta a la tradición de los modelos narrativos audiovisuales. Hay un trabajo imprescindible del tiempo del relato que nos parece igualmente importante. El relato fílmico se construye desde unas acotaciones espacio-temporales que no eluden la precisión: un balneario de Cabrera (el Vallés en el texto de d’Ors) y tres horas de una tarde de intenso calor. Sin embargo, es evidente que estas acotaciones son de un interés secundario: el lugar podría ser cualquier otro, el tiempo es indeterminado, puesto que la voz nos dice que son las cuatro y media de la tarde en el inicio, mientras que hacia el primer tercio de la película se escuchan las campanas de las cuatro de la tarde y poco antes del final se escuchan las de las seis… Estas indeterminaciones nos hablan de que el tiempo que transcurre para el relato en el nivel discursivo, el que es realmente interesante, es precisamente el tiempo interior, el que va a servir para aprender la lección reservada a Juan de Dios a través de la experiencia del tedio. Y en este sentido, como hace el propio texto, podríamos entender que se produce una cenestesia del tiempo, una experiencia radicalmente interior de su paso. Esta experiencia de su transcurrir, que conducirá al protagonista hasta un aprendizaje sobre sí mismo, nos parece una fórmula válida para entender el papel configurador (tal como lo entiende Paul Ricoeur) que dicha cenestesia del tiempo cumple para la construcción del relato. No hay estatismo o manipulación del tiempo por necesidades narrativas, sino una absoluta linealidad que permite su mejor experiencia, que condensa la enseñanza profunda del relato.

7. No podemos concluir sin plantear una reflexión mínima que recupere el aspecto esencial de la propuesta ética del filme de Marc Recha. Sus referentes revelan la inquietante modernidad de las raíces (de la tradición) que hoy en día se contemplan como obsoletas por el comercio audiovisual dominante. En cierto sentido, tanto la vertiente depuradamente clásica de la narración como los referentes de la tradición fotográfica con los que se puede relacionar la elaboración imaginaria del filme están enterrados por otro sistema nacido de tecnologías mejor relacionadas con la explotación comercial y la alienación del público, imágenes que están allí para no durar, para perderse en el caos del mando a distancia. Podemos comprender por ello que la última enseñanza del tedio requiere algo que la cumulación contemporánea de las imágenes ignora: la necesidad de detener la mirada, de experimentar a través de ella el tiempo. Sólo mediante esta experiencia podremos obtener un aprendizaje y, con él, la libertad que nace de la reflexión.

Este texto se publicó originariamente en
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver nº 1
Ediciones de la Mirada, Valencia, noviembre 1994.


Marc Recha

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