Botonera

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9.4.12

DERIVAS Y FICCIONES - APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ ("ANTICRISTO", Lars Von Trier, 2009)

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ
(ANTICRISTO, LARS VON TRIER, 2009)


POR MARIEL MANRIQUE

Lascia ch'io pianga mia cruda sorte.
E che sospiri la libertà.
(Georg Friedrich Handel, Rinaldo, fragmento)

A Say,
frágil como el cristal, ignífuga como la madera.

Un niño trepa a una silla, alcanza una ventana, cae al vacío filmado por la cámara lenta del desastre, arropado por la nieve nocturna y acompañado por un animal de tela. Su madre alcanza a contemplar esa caída, desde el puño irresistible de un orgasmo. Los ojos que miran al niño que cae no son los de una madre. Son los de una hija del bosque.

No es el idílico bosque griego de Diana cazadora, sino el laberinto de trampas y peligros donde empiezan y acaban los cuentos infantiles. La espesura reverenciada pero también condenada y temida por los puritanos que descendieron del Mayflower. El espacio salvaje que la cultura no ha podido ni podrá jamás colonizar.

Allí no viven las hadas, las sibilas o las magas, sino las hechiceras que guardan el secreto de los brebajes y las pócimas: es la cartografía impenetrable de las Circes locas. La savia es un elixir, destilado como el canto de sirenas que pudo enloquecer a la tripulación de Ulises. Allí las brujas tejen su hermandad, gobiernan la meteorología, queman los códigos de las buenas costumbres y liberan la carne del canon asfixiante de la mortificación y la culpa. Dicen que allí las brujas se comen a los niños en el clímax del aquelarre. Pero eso no es cierto.



Cuando la madre trabaja su orgasmo para alcanzar la cima, no es madre sino mujer. Todas las especies retroceden, sin atreverse a pisar el círculo donde un único cuerpo entra en combustión. No hay oposición de roles. Todas las categorías se han disuelto para que la carne se estremezca y reine, desconectando los circuitos cerebrales. La témpera impregna la tela y borra el número. La cara del número es desfigurada por la témpera, como si fuera un ácido.




Quien goza se olvida hasta de sí mismo; no podría balbucear las letras de su carnet de identidad. Si gozar es tensar y derramarse, quien goza no sabe sujetarse ni logra sostenerse; no puede ser un órgano ni una extremidad; no puede ser la mano que sujete y sostenga a un hijo.

El sexo es el bocado que el obispo busca comerse y clausurar. Censar y detener en las nomenclaturas de su templo. La serpiente roza, zigzagueante, los ropajes de los envarados cancerberos del orden. El sexo lleva el nombre de Eva, la modesta criatura hecha de la costilla de Adán pero capaz de provocar la expulsión del paraíso. Eva ríe y se apropia de una manzana. La policía dicta las sagradas escrituras y los escribas hacen de la risa y una fruta, una catástrofe.


Cuidado, padre que lloras a tu hijo e intentas comprender las fases del duelo inconsolable de su madre. No debieras tomar notas de su conducta. No debieras dibujar una pirámide (esa obra formidable de la frágil arquitectura humana) confiado en pesquisar sus síntomas y detectar, en forma ascendente, la causa evasiva de sus terrores. En Anticristo (Lars von Trier, 2009), el padre estaba más cerca del orgasmo que de la ventana desde la que cayó su hijo.

¿Por qué el padre actúa, en Anticristo, como si jamás hubiera estado en esa habitación en la que todo se hizo pedazos en el tiempo que dura un aria de Handel? Porque el padre es el logos. La soberbia del logos no tendrá perdón.


La bruja es la sacerdotisa de la naturaleza. En 1527, Paracelso declara en Basilea haber aprendido todo lo que sabe acerca de medicina de los libros “negros” de las brujas, expertas en la administración de belladona e iniciadas en los enigmas del herbolario. ¿Qué víctimas más propicias para las brutalidades de los dominicos, los parlamentarios y los jueces laicos, con su arsenal de suplicios especiales? Bienvenidos a la horrenda literatura de la brujería, jalonada de látigos, martillos, torcecuellos y horcas. La soberbia del logos no tendrá piedad.

Cuidado, porque a las brujas nada puede detenerlas, como nadie puede detener los ciclos de las estaciones, excepto ellas mismas. Porque en cada platillo de balanza donde una bruja sea pesada por el Inquisidor, nacerán dos brujas. Y, cuando el espectáculo haya terminado, en cada pira inquisitorial donde una bruja haya ardido para satisfacción del público, el viento soplará y hará dos brujas, modeladas con las cenizas de la ausente.

I. La lógica occidental se astilla entre el follaje
Anticristo no es un nuevo film sobre la misoginia (v.gr., Acusados, Jonathan Kaplan, 1988), la lucha entre los sexos (v.gr., La Guerra de los Roses, Danny de Vito, 1989) o el desafío que impone a una pareja el desplazamiento a un territorio extraño que los sustrae de sus rutinas y rituales (v.gr., El cielo protector, Bernardo Bertolucci, 1990).

Los protagonistas de Anticristo ni siquiera tienen un nombre propio, porque encarnan dos fuerzas antagónicas: la razón contra el caos (que “el bosque es el reino del caos” lo afirmará ese zorro que surge imprevistamente entre los árboles, con aire a marioneta) y el dogma petrificado contra el tabú, que en cualquier momento zafa de su correa y desquicia la aparente domesticación del mundo.


La cabaña anclada en un supuesto “Edén” a la que llegan Él, un Willem Dafoe munido de libretas, lápices y preguntas, y Ella, una Charlotte Gainsbourg que ha resbalado en lo siniestro y no encuentra sostén en el análisis psiquiátrico que su marido se esmera en procurar (un análisis definitivamente racional, aunque rescate el residuo onírico y la asociación libre), se revela como el epicentro de la perdición. El bosque no restaura los ejes de conducta. Los relaja hasta dinamitarlos.

El ha intentado el control de las lágrimas y la recuperación de la “cordura” femenina en base a fármacos. Los planos de hospital son ordenados y asépticos, de una meticulosidad quirúrgica que intenta transmitir su aparente serenidad a la conciencia. Pero un hospital es un entorno “duro” donde lo único blando es una almohada. La impotencia de la colección de frascos, prolijamente etiquetados según el vademécum al uso, conduce al bosque como alternativa. El bosque es pura superficie “blanda”. Allí los frascos estallan y el saber especializado dispara como un arma sin cartucho.


Cuando Henry David Thoreau (1817-1863), que vivió las múltiples vidas del agrimensor, el jardinero, el carpintero, el guardabosques y el naturalista, se retira en 1854 durante dos años a una cabaña a orillas del Walden Pond, lo hace con la voluntad del observador que busca, en la comunión con la naturaleza, una renovación espiritual. Busca en el agua el flujo de la eternidad y el acercamiento a Dios al escalar una cumbre. En 1859, anota en su diario: “lo que denominamos salvaje es una civilización distinta de la nuestra”.


El lago de Walden

Thoreau labra fervientes actas personales en las que registra las vibraciones de su entorno, con la misma convicción con la que Ralph Waldo Emerson (1803-1882) se deslumbrará en el Museo de Historia Natural en París y, de la mano del primer romanticismo inglés, declinado por William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, iniciará sus giras de predicador como pastor unitario que confía en la capacidad de la conciencia individual para intuir lo trascendente, a partir de la contemplación de los más sencillos signos naturales.

Thoreau hizo de su casa en Concord, Massachussets, un lugar de peregrinación donde afinar la experiencia personal de lo divino. Su preconización de la confianza en sí mismo (esa “self-reliance” tan cara al optimismo norteamericano), su rechazo del ateísmo y el orgullo (en el que nos despeñaremos si no advertimos la presencia de Dios en todo lo creado) y sus poemas enhebrados durante sus caminatas por los bosques de Concord (v.gr., Nature, 1836) comparten linaje con la celebración del “cuerpo eléctrico” preconizada por Walt Whitman (1819-1892) y su reivindicación de la alianza erótica y solar entre el hombre y el árbol, elevada a épica del hombre común.

Casa de Emerson (1929)

Poster con máxima de Emerson


Los aforismos acuñados como monedas de chocolate por Emerson y Thoreau son altamente tranquilizadores. ¿Quién podría disentir con ellos? Ofrecen la esperanza de una existencia sosegada y amable y, dado su ofrecimiento, se multiplican en un incesante merchandising de posters, camisetas, bolsos y tazas impresas, entre otra mercancía apta para recordarnos que la vida podría devenir armónica aunque para la mayoría resulte insoportable.

El inocente bosque de los puritanos incuba el veneno de la acumulación capitalista: ahorraremos porque somos austeros y confiaremos de tal modo en Dios que lo dejaremos asentado en la moneda del dólar (“in God we trust”). El enriquecimiento será señal de predestinación a la salvación divina, tal como afirma Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. El chocolate se pudre en la garganta.

No hay en Anticristo rastros de esta armonía vinculada a la observación de la naturaleza: el bosque de Lars Von Trier es la república doliente de las oprimidas, que los puritanos se lanzan a cazar hasta prenderlas fuego.

Es, a nivel inconsciente, el bosque como tierra de sombras temido por el puritano retrógrado, que M. Night Shyamalan aísla en La Aldea (2004) de la vida “urbana”, acordonándola con torres de vigilancia y banderas amarillas que espanten a los “innombrables” monstruos que lo pueblan, vestidos de un irresistible rojo aterrador.

La mujer que llega a este supuesto Edén no viene a contemplar. Está compenetrada con ese “afuera” que se ha hecho carne “adentro”; viene a comulgar y a arrojar la hostia nauseabunda del comportamiento deseable. Ha dejado una tesis inconclusa (“Gynocide”) sobre la persecución histórica de la brujería, porque el nivel de tortura infligido a sus “hermanas” le ha resultado intolerable. Ha sido secuestrada, por obra de la compasión y la afinidad subterránea de género, por su “objeto de estudio”. Ha experimentado el martirio de las brujas de tal forma que se ha convertido en una de ellas, por compasión y no por caridad.

La compasión es, como señala Milan Kundera en su novela La insoportable levedad del ser, el arte de la telepatía sensible. En los idiomas que etimológicamente forman la palabra “compasión” a través de la raíz de “sentimiento” (y no de “padecimiento”), compadecerse significa saber vivir con otro su desgracia, en lugar de apiadarse de ella. La compasión es horizontal; la piedad implica inclinarse, desde una posición de superioridad, hacia el desposeído.
Ella es una membrana finísima que percibe, como un sismógrafo, los movimientos de cada piedra y cada rama. Ruedan las bellotas sobre el tejado de la cabaña, por la noche. Ella musita: “oigo el ruido de todas las cosas que van a morir”. Presiente el advenimiento de la lluvia. Anuncia: “las hermanas desencadenarán la tormenta”. Ella no ha venido a la tierra prometida. La naturaleza que rodea y toma por asalto su cabaña no es el umbral de la paz interior: “la naturaleza es la iglesia de Satán”.

Ella teme pisar, literalmente, el bosque. Teme cruzar el puente que la llevará a enfrentarse consigo misma. En su Psicología de los cuentos de hadas, Bruno Bettelheim afirma que en el bosque del relato infantil nadie se pierde para ser encontrado, sino para encontrarse. (1)

1. Bettelheim, Bruno, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Editorial Crítica, Barcelona, 2001.





Una vez que el pie se hundió en la hierba y se ha cruzado el puente, no hay retorno a las máscaras.









Whitman costeó la primera edición de sus poemas (12 poemas aún sin título) y regaló, entusiasmado, un ejemplar a Emerson. Allí se erguía ya su omnipotente cuerpo “sagrado”, cantado como un relámpago, en plena sintonía con el bosque. Los cuerpos de las “hermanas” del bosque fueron, en Anticrista, expoliados hasta la extenuación y deambulan como almas en pena. Ella, estremecida, las escucha llorar.


Como describe exhaustivamente Jules Michelet en La Bruja - Un estudio de las supersticiones en la Edad Media (2), apoyándose en las actas judiciales de la Inquisición, esas “hermanas” escandalizaron las buenas conciencias y desnudaron la tensión secular entre la pretensión homogeneizadora de los estamentos dominantes y las descarriadas que se atrevieron a cruzar el cordón sanitario alzado por las falsas familias perfectas. El bosque fue el refugio de las rebeldes al dogma, las bellas perseguidas por la envidia, las sonámbulas. Ellas, el símbolo de lo intolerable y lo prohibido, se aliaron a la naturaleza.

2. Michelet, Jules, La bruja - Un estudio de las supersticiones en la Edad Media, Editorial Akal, Madrid, 1987.

Quizá nadie como Werner Herzog haya dejado constancia, durante una vida entera, de la brutal indiferencia con la que esa naturaleza despedaza nuestras ambiciones de colonizarla o, sencillamente, amarla desde nuestros ingenuos márgenes.

Su arco se extiende desde el rodaje de los sueños megalomaníacos del conquistador Aguirre, empeñado obsesivamente en el encuentro y saqueo del mítico El Dorado, y los desbordes melómanos de Fitzcarraldo, decidido a instalar, a cualquier precio, un teatro de ópera en la selva imperturbable del Amazonas (i.e., Aguirre, la ira de Dios, 1972, y Fitzcarraldo, 1982), hasta la cándida fascinación del documentalista Timothy Treadwell, el hombre que amó de tal manera a los osos grizzly al extremo de ser devorado por uno de ellos (Grizzly Man, 2005).
En el estómago impávido del oso se encontró el reloj pulsera de Treadwell. La especie animal vive fuera del corsé del tiempo y, en el acto de la masticación, ese reloj tuvo para el oso la misma entidad que la cabeza de quien lo portaba. La especie animal no conoce el tándem oprimente del castigo y la culpa; opera sin mandatos sociales internalizados y no hace diferencias. La montaña no tiembla mientras escupe cadáveres. La filmografía íntegra de Herzog es un testimonio de que la naturaleza, impiadosa, siempre gana.

El bosque venerado por Emerson y Thoreau es el que debilita y consume sin piedad a Christopher McCandless, un graduado con honores de 24 años de edad que apuesta al límite, se libera de sus posesiones materiales, destruye sus tarjetas de crédito, dona el saldo íntegro de su caja de ahorros, corta todo vínculo familiar y se lanza en auto-stop hasta Alaska, cargando en su mochila las páginas de los que pasaron una temporada en Walden Pond, mientras él esta dispuesto a vivir el resto de sus temporadas como un buen salvaje, alejado de los mandatos sociales que corrompen los vínculos humanos (Into the Wild, Sean Penn, 2007).

No está suficientemente preparado para la travesía, confunde plantas venenosas con plantas benévolas y agoniza en absoluta soledad en un autobús abandonado en el Stampede Trail, mientras suenan para el espectador, jamás para el viajero, las canciones de un melancólico Eddie Vedder que engarzan las estaciones de un viaje hacia la muerte signado por el frío polar.

Ese autobús donde Chris dejó sus libretas de notas y su cuerpo devastado por la inanición, luego de una agonía en la que la libertad en solitario se le reveló inútil, es hoy un lugar de peregrinación turística y parte de sus piezas han sido alegadamente vendidas on-line en el sitio eBay.


Viejo autobús en Stampede Trail, Alaska

Placa recordatoria de la famila Candless adherida al autobús

¿Canjerías tu vida convencional por la breve existencia fulgurante de Christopher McCandless, en su huida del orden burgués hacia la libertad del sujeto que lentamente se exilia del lenguaje? No es ésa la pregunta. La pregunta es hasta qué punto la naturaleza está dispuesta a perdonarle la vida o a quitársela mecánicamente a Christopher McCandless, un prófugo del cursus honorum que le estaba asignado, del mismo modo que lo hizo, sin pensarlo dos veces, con Timothy Treadwell.

El bosque desatado e infernal de Anticristo huele a confrontación y victoria. En tanto sede de las brujas (desconocidas para los antiguos griegos y repugnantes para los puritanos), es un bosque femenino frente al que lo masculino sólo puede rendirse. Como en el relato infantil, de este bosque no se sale indemne: o no se sale o se sale transformado.

Es el bosque en el que deambulan Blancanieves y Ricitos de Oro, donde La Bella Durmiente navega a la deriva en su coma, Caperucita Roja tropieza con el Lobo Feroz y un camino de golosinas fatales engaña a Hansel y Gretel, conduciéndolos hacia una casa construida con galletas donde el destino tiene la forma de un horno dispuesto a devorarlos.

“Desde tiempos inmemoriales”, escribe Bruno Bettelheim, “el bosque en el que nos perdemos simboliza el mundo tenebroso y oculto de nuestro inconsciente”. Es el bosque de las tinieblas evocado por Dante al inicio de La Divina Comedia, en el que Dante se extravía “en la mitad del camino de la vida” y donde Virgilio oficiará de guía hasta alcanzar el cielo.

Anticristo se inicia con una escena de sexo bajo la ducha. Corre el agua y el agua es mujer, porque la mujer es un cofre de flujos y fluidos, una coreografía de elementos naturales que laten por debajo de las ruinas de la historia.

No sólo porque venimos, sin excepción, del apacible limbo del líquido amniótico, sino porque todo aquello que puja desde abajo, como el vampiro de la literatura gótica, se hospeda en la materia orgánica de índole femenina para sobrevivir. Nosferatu duerme en los sótanos donde se recuesta en su ataúd-cunita tapándose con sábanas de tierra y se desplaza entre los continentes oculto en una embarcación funesta, que rasga el agua como una navaja.









En Anticristo, la narración se estructura en capítulos, como un libro. Los títulos de cada capítulo (Grief, Pain, Despair) aluden a los regalos negros (la tristeza, el dolor y la desesperación) que los tres mendigos “satánicos” (el cierro, el zorro y el cuervo) traen a los niños muertos y quienes los sobreviven, en lugar del incienso, el oro y la mirra que portan como jubilosa ofrenda al recién nacido los Tres Reyes Magos.

Esos Tres Mendigos (The Three Beggars) dan título al último e infernal capítulo del libro. El libro del descenso, en un in crescendo indetenible, al reino de las leyes invertidas. Anticrista cierra “Gynocide”, la tesis inconclusa de su protagonista, con su martirio y su inmolación. En ese territorio inhóspito, el psiquiatra que encarna Willem Dafoe está perdido.

II. Las novias del diablo
El psiquiatra, encerrado en su torre de conjeturas, no logra establecer contacto con su mujer-paciente, desplegada en estado salvaje. La gramática visual de Anticrista respira una inestabilidad progresiva, hija de la tensión entre dos mundos en conflicto. La ruptura del raccord, los planos inconclusos, los cortes sobre el mismo plano, los saltos de eje y los brevísimos desenfoques “dicen” el distanciamiento que acabará en fractura.

Lars von Trier hace tabula rasa con los preceptos de su propio manifiesto cinematográfico, Dogma 95. Abandona la cámara al hombro y el sonido ambiente y, de la mano de Anthony Dod Mantle, fotografía barrocamente el interior de la cabaña con la temperatura de un Caravaggio o un Georges De la Tour y viste las panorámicas en exteriores de luces extrañamente frías, rescatadas de un sueño, evocativas del romanticismo alemán de Caspar David Friedrich.


Caspar David Friedrich, El monje frente al mar, 1808-10

Nada sería Anticristo sin la formidable praxis corporal curva de Charlotte Gainsbourg, esa mujer que hospeda tormentas bajo la rigidez marmórea de su mandíbula y mareas detrás de su parsimonia. Ella se agita, tiembla y aúlla. Se suelta, se desencadena y se desata. Se enrosca, se acurruca y se ovilla. Se desvanece y se fuga. Su cuerpo es fibra y nervio, sin prótesis, cosméticos ni abalorios. Nada sería Anticristo, tampoco, sin la extrema praxis lineal del intelecto que hace suyo Willem Dafoe: especula, aconseja, mide, compara y reflexiona.

Es la razón iluminista frente a la materia desgarrada e inclasificable. Es el pensador vestido, munido de la textura del papel, frente al desconsuelo desnudo envuelto en la textura de una manta.


Ella convive con los animales (especialmente, los tres mendigos del bosque devenidos figuritas metálicas sobre el escritorio del cuarto conyugal de la tragedia), los grandes olvidados bíblicos. Él se aferra a sus cuadernos de notas, examinando lo que late en la cima de su pirámide teórica, cuando la pirámide ya está cabeza abajo.

Ella se ha desplazado a la hermandad de las brujas que curaron los males medievales antes de que la Iglesia concediera al Médico el monopolio de la cura (y el Médico deberá, como señala Emile Durkheim en Las reglas del método sociológico, obedecer el mandato de reprimir al alquimista que lo habita).

Mientras la Iglesia ofrece sacramentos, plegarias y bendiciones sacerdotales y la pila del agua bautismal a la pavorosa transformación exterior de la lepra, la horrenda transformación interior de la danza epiléptica y la alteración sanguínea de la sífilis, las brujas administran, desde su “universidad criminal”, las hierbas pertenecientes a la familia de las solanáceas, no casualmente llamadas “consolantes”. Europa se arrodilla ante el oro. El oro es el auténtico Papa y en su nombre la tierra se divide en señores feudales y plebeyos, sujetos a la ley oprimente del vasallaje.

La mujer es, en la Misa Negra, otro altar y otra hostia. Es, en definitiva, ese costado insolente e imperdonable de la vida para el que nada es impuro, contra el que se lanza una persecución encarnizada y al que se tortura tras un juicio sumarísimo, basado en falsas evidencias o confesiones arrancadas a golpes. El juez presume de la cantidad de víctimas. Presume de que las víctimas se ahorquen antes de ser ejecutadas.
Pero Anticristo no abreva sólo en la bruja de la cacería medieval o puritana, sino también en la bruja del cuento de hadas: la que da y la que quita. No hay linealidad en Anticrista, sino una desgarradora oscilación entre el amor y el abuso materno; el enloquecedor abismo de la pérdida y la frenética demanda de sexo como salvoconducto simultáneo a la anestesia y la perseverancia de Eros frente a Tanatos. Todo ello en el contexto del deseo, reprimido durante siglos, de vengarse de la arrogancia imbécil de una razón asfixiante, cargada de imperativos categóricos y cotidianos programas de conducta.

Antes de la muerte de su hijo, cuando el paisaje aún destilaba una luz tibia, Ella anhelaba escribir tranquilamente su tesis en la cabaña. Quería que su hijo, Nick (el único nombre propio del film, como si sólo un personaje de existencia brevísima -y no los dos personajes restantes desarrollados como fuerzas opuestas- pudiera tener un nombre), la acompañara. Pero sin molestarla. No quería perderlo de vista. Entonces le ponía los zapatos al revés, para que no pudiera irse demasiado lejos. La autopsia de su hijo reveló una deformación en los pies, derivada de esa inversión perversa de los zapatos.


Mamá mala. Mala madre. Mala como las madrastras de los cuentos. Mamá que me tortura para retenerme. Mamá egoísta que, por comodidad, mortifica mis pies. Mamá-bruja de las crisis edípicas. Mamá que acaba con la camisa manchada de sangre. Bruja que nos sedujo con sus malas artes y debe morir en Blancanieves, en Hansel y Gretel, en Los dos hermanos escritos por los hermanos Grimm.

III. La fábrica de tijeras
La sociedad occidental es una disciplinada fábrica de tijeras que opera invisiblemente y sin descanso. Las tijeras reprimen y amputan los deseos censurados, embebidas en el aceite viscoso de la culpa.

Lo insoportable en Anticrista no es la automutilación ni la tortura infligida al otro. Lo insoportable es haber sido testigo de la catástrofe sin hacer nada por evitarla y que esa inacción no derive del carácter apático o cobarde del testigo, sino de su opción por el goce propio. Porque Ella vio caer a su hijo de la ventana, sin interrumpir el acto sexual que la inundaba de placer.


Si el principio del placer es, en términos freudianos elementales, el amo que ordena evitar y cancelar el dolor, la fábrica de tijeras debe trabajar incesantemente para ponerle un cepo cultural.

La pulsión sádica “de objeto” o pulsión “de muerte”, esa natural inclinación humana a la agresión y el autoaniquilamiento, es el obstáculo más poderoso para la convivencia. La sustitución del poder del individuo (con su carga inherente de violencia brutal) por el poder de la comunidad organizada (con sus tablas de la ley y sus códigos de derecho) implica un sacrificio de las pulsiones agresivas con el único propósito de sobrevivir.

La agresión se introyecta, recogida por la “conciencia moral” que anida en el “superyo”. El sentimiento de culpa nace de la angustia frente a la autoridad del “superyo”, que exige la renuncia a las satisfacciones pulsionales y está listo para patrullar y punir, como una guarnición militar o un panóptico de funcionamiento continuo, en cuanto se viole ese pacto de renuncia.

Porque es imposible, explica Freud, ocultar al “superyo” la persistencia de los deseos prohibidos. “El precio del progreso cultural es el déficit de dicha provocado por la elevación del sentimiento de culpa”. (3)


3. Freud, Sigmund, “El malestar en la cultura”, en Obras Completas, Volumen XXI, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 2007.


Ignoramos si Ella desea que su hijo caiga por la ventana. Pero sabemos lo suficiente: ha “pecado” al no correr a salvarlo, privilegiando el instinto sexual al instinto materno. Es culpable y debe ser castigada. Y la sede de su culpa es el clítoris, ese delicadísimo y exótico talismán femenino inútil para la procreación y extraordinario para el goce carnal, al que fatalmente deben dirigirse las tijeras para hacer su trabajo.

Hay una caja de herramientas en la cabaña, una alegoría de los antiguos instrumentos de tortura. Ella, bruja de plenos poderes en el bosque del caos, martiriza a su compañero con una suerte de cepo irracional que le impide erguirse.

Al atravesarle una pierna, está poniendo de rodillas a la Razón, la misma que ha martirizado a todas sus “hermanas”. Está haciendo retroceder a la Razón al mundo anterior a la marcha erecta, un mundo en cuatro patas regido por el olfato de las bestias. Es un acto de venganza por siglos y siglos de piras ardientes; es un acto malo. Mala esposa. Mujer mala que no sabe cuidar su amor, que perderá ese amor del que depende y sin el que vivirá inerme y desvalida.

“No me dejes, no me dejes”, grita Ella, la victimaria, buscando la llave para liberarlo, mientras él se refugia en una cueva vaginal. “No me dejes”, susurra la verduga, mientras arrastra a su víctima por la hierba maldita.

Él debe poner fin a ese huracán enajenado. La Razón recurre, cuando se agotaron los discursos, a la eficacia de la potencia física. La Razón estrangula a la Gran Loca, a la bruja, a la sismógrafa del caos.


Lo insoportable ha sido, para Ella, antes de la pérdida del hijo, el espejo que le devolvió su tesis. Tal vez fue su “Gynocide” inacabada la que colocó las figuritas de los Tres Mendigos en la habitación matrimonial.

La ópera Rinaldo, estrenada por Handel en 1711, inspirada en el poema épico Jerusalén Liberada escrito por Torquato Tasso en el siglo XVI y cuya aria Lascia ch’io pianga (Deja que llore) es utilizada por von Trier como recurso musical que anticipa y concluye la historia, exigió intérpretes castrados para su representación - el aria es simuladamente cantada por el actor que encarna a Farinelli en el film homónimo (Farinelli, Gérard Corbiau, 1994), a través de una mezcla digital de registros independientes susceptibles de emular el indefinible timbre sonoro del castrato.

La mutilación del castrato era un exvoto siniestro en el altar y el camino hacia la belleza. En Anticristo, esa mutilación es el final ineludible de una narración en la que toda belleza es ilusoria, considerando el daño atroz que la especie humana es, en este caso, capaz de infligir históricamente a sus integrantes femeninas, daño resignificado y furiosamente activo en una relación contemporánea de pareja.

La perturbación intolerable que Anticristo genera, como una corriente eléctrica, está estrictamente ligada a su aquí y ahora. Al filmar, en 1996, Las brujas de Salem basándose en la obra teatral The Crucible (Arthur Miller, 1953), Nicholas Hytner nos cuenta un episodio cristalizado del pasado que no hiere ni asedia nuestro presente. Ellos, los puritanos paranoicos cazadores de brujas, no somos nosotros. Pero nosotros sí somos, en nuestros pliegues más clandestinos e inconscientes, Él y Ella.

El dolor es el gran paraguas bajo el que se suceden los días duros. Es el pan duro que corroe el corazón de los huérfanos sin descendencia. “Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente, padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en la estancia oscura, no daría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente”, escribe César Vallejo en uno de sus Poemas en Prosa (1939).

Se sufre solamente y se sufre a solas. En el páramo intransferible del dolor no hay intersección posible. Él sufre con los ojos abiertos, indagando el trauma. Ella sufre con los ojos cerrados, carcomida por sus demonios.


Pídele al dolor que pare. Al bosque que cobijó a las brujas, porque Dios cayó y porque todos los dioses se callaron. Pídele que por favor aparte de mí este cáliz, con su ramo de estacas clavadas en mi pecho. Deja que llore y déjame empuñar, para que cesen los llantos en el bosque, mis soberanas y diabólicas tijeras.