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13.1.13

BANDA APARTE: EL EXTRAÑO CAMINO QUE NOS LLEVA AL CINEMATÓGRAFO. GARSINAS Y FEILAS EN "PICKPOCKET" (ROBERT BRESSON, 1959)

COORDINADOR: JESÚS RODRIGO GARCÍA



Banda Aparte
 
está compuesto por una selección de artículos aparecidos en
 
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver (1994 - 2001)



EL EXTRAÑO CAMINO QUE NOS LLEVA AL CINEMATÓGRAFO.
GARSINAS Y FEILAS EN PICKPOCKET (1959) 

POR LUIS ALONSO GARCÍA



Pickpocket





“Lo que manda es lo interior. Los nudos que se atan y se desatan en el interior de las personas son lo único que da a la película su movimiento, su verdadero movimiento. Y es este movimiento lo que me esfuerzo en hacer aparecer por alguna cosa o por alguna combinación de cosas que no sea meramente un diálogo” (Bresson, 1944)

“Sin quererlo, me alejo cada vez más de un cinema que, en mi opinión, parte de un mal principio, es decir, se hunde en el music—hall, en el teatro fotografiado, y pierde completamente su fuerza y su interés —y no solamente su interés sino su poder—, para ir hacia la catástrofe. No es que los filmes cuesten demasiado dinero o que la televisión sea un rival. No, simplemente es que el cinema no es un arte, aunque pretenda serlo. No es más que un arte falso, que trata de expresarse con la forma de otro arte. No hay nada peor ni más ineficaz que este tipo de arte” (Bresson, 1966)

He aquí los dos extremos de una definición de lo fílmico: por un lado, el rechazo de la novela y el teatro; por otro, la defensa de lo interior y de lo móvil. Oscura formulación de un lúcido principio pues —como siempre— resulta más fácil decir lo que lo fílmico no es (eso a lo que Bresson o Tarkovski llaman ‘cine’), que aquello que lo fílmico es (eso a lo que ambos llaman ‘cinematógrafo’). ¿Qué es lo interior fuera del ‘significado’ de un diálogo o de un gesto?, ¿qué es lo móvil fuera del tópico del cine como ‘imagen en movimiento’?

Pero por si esto no es ya bastante, un problema añadido. Pues la obra de Bresson parece no escapar nunca del espacio del drama y la ficción. No solo es que de Los ángeles del pecado (Les Anges du Peché, 1943) a El dinero (L’Argent, 1983) predominen en sus trece filmes las adaptaciones literarias, sino que la mayoría de sus películas se plantean como origen y tema la relación entre la imagen mostrada y la palabra escrita. De algún modo, en Bresson la definición del cinematógrafo —de lo móvil y lo interior— siempre yace debajo de esa comprensión del cine como novela y teatro.

Los ángeles del pecado

El dinero

DE LA PALABRA Y EL CINE

Tras los créditos, la imagen se abre de negro. Sobre un papel, una mano termina de escribir el segundo párrafo; inmediatamente tacha el primero, mueve la hoja hacia arriba, se dispone a seguir escribiendo… y la imagen funde con la toma siguiente. Pero mientras dura esa primera toma, en la banda sonora, abriéndose de negro, una voz que habla recitando lo escrito.

En el origen del texto, como siempre, la oscuridad y el silencio, que dan paso a la palabra, que da paso a la imagen y el sonido:

(escrito y voz en off): “Je sais que d’habitude / deux qui ont fait ces choses / se taisent au que deux qui / en parlent ne les ont pas fait. / Et pourtant je les ai faites. /// Oh Jeanne, pur aller / jusqua’a tai quel drôle de chemine / il m’a faller prendre”.
(subtitulado en castellano): “Normalmente, quien lo hace no lo dice, y lo que hablan no lo han hecho. Yo lo hice y lo cuento. /// Juana, qué extraño camino me ha llevado a ti”.
(traducción literal): “Yo sé / que aquellos que hacen estas cosas / callan y aquellos que las cuentan no las han hecho. / Y sin embargo yo las he hecho. /// Oh, Jeanne, qué extraño camino es necesario tomar para llegar a ti”.








Pocos ‘diálogos’ o ‘escritos’ fílmicos acaban cobrando una vida autónoma fuera del filme que los sostiene. Es el caso de la declaración final de amistad en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) o de la promesa última de un nuevo intento en Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, 1939). Pero la mención de estos dos ejemplos resalta la extrañeza de que el texto aquí anotado haya llegado a esas alturas de referencia aislada e independiente. No tanto por la marginalidad de la película o del director en cuestión (todo cine, incluso el marginal, tiene su cinefilia), como por la complejidad del propio enunciado.

Lo que primero destaca es la incongruencia superficial entre los dos párrafos del escrito. El primero se refiere a una confesión pública del crimen; el personaje que escribe y habla asume la responsabilidad de la narración que sigue; él, que ha hecho las cosas de las que habla, será quien nos las cuente; el segundo, por el contrario, es una declaración privada de amor, de un personaje a otro y cuando aún no conocemos sus rostros. La incongruencia entre ambos párrafos está explicitada en la propia banda imagen en el acto de la tachadura, pero también en cierto modo explicada por el propio relato. Al final de la película nos percatamos de que el segundo párrafo es el final del texto: las palabras repetidas que tras los barrotes y los besos cierran la imagen y el sonido en negro.

Es ese segundo párrafo “Oh, Jeanne, qué extraño camino me ha llevado a ti” el que goza en realidad de esa autonomía y fama de los grandes diálogos —hasta el punto de ser “citada” en American Gigolo (Paul Schrader, 1980)—. Parece tratarse en todos los casos de una frase que en el final del relato abre la posibilidad de un nuevo comienzo narrativo, de una información que da paso a una nueva posible acción. Y sin embargo, el diálogo bressoniano tiene más el carácter de una clausura (de un trayecto realizado) que el de una apertura (de un camino a realizar). Doble carácter reforzado por la colocación del enunciado tanto al final como al principio del texto, en una reduplicación que necesariamente hace que reinterpretemos la estructura y el sentido de todo el texto. Dicho de otro modo, a través de una curiosa pregunta por la supuesta obviedad de la respuesta: ¿cuál es el ‘extraño camino’ que Michel toma para llegar a Jeanne?

A lo largo del filme aparecen media docena de tomas en las que Michel va escribiendo su relato, mínima parte de la estructura que otorga el papel de narrador al personaje a través de la continua voz en off que va puntuando cada uno de sus pensamientos y actos. A partir de esta descripción se podría concluir fácilmente que Michel es el responsable último del relato, el narrador—personaje que asume los enunciados dichos por el texto. Esta conclusión no es fundamentalmente errónea sino esencialmente insuficiente: explica quién se hace responsable de lo que se cuenta (en el relato) pero no quién se hace responsable de lo que se muestra (en el filme).




Es en esa distancia entre narración y mostración dónde el texto bressoniano separa la palabra (narrativa) y la imagen/sonido (fílmicos). Distancia oscuramente aludida en el primer “diálogo” del filme, un enunciado programático —del ‘personaje’, pero también del ‘autor’— donde a la vez se desvela y se esconde el mecanismo esencial del texto: “Normalmente, quien lo hace no lo dice, y los que hablan no lo han hecho. Yo lo hice y lo cuento”.

El ‘hacer’ y el ‘hablar’, dos atributos planteados como contradicciones en el mundo que el narrador describe: el crimen es amigo del silencio y de la oscuridad. Michel, narrador-personaje, contará lo que hizo, violando la implícita ley del silencio en el mundo del crimen. ¿Pero es él quién lo muestra, violando así la paralela ley de la oscuridad acorde al delito? Demasiado acostumbrados estamos a pensar que aquel que elige, en el interior del texto, los enunciados (narrativos) es el mismo que recorta los encuadres (mostrativos) del filme. Demasiado acostumbrados, más que por un determinado tipo de discurso fílmico el malogrado cine clásico, que en realidad nunca fue aquello que quisimos creer, un contar historias—, por un determinado discurso sobre el filme —el ancho dominio narratológico sobre la lectura fílmica, de las primeras intuiciones prácticas a las últimas formalizaciones académicas (Bordwell, Casetti, Chatman G. Jiménez…)—.

Las variaciones entre las tres formas recogidas del diálogo darían para un análisis más extenso, por ejemplo, en la aparición (en la versión subtitulada) o desaparición (en la versión original, hablada y escrita) del enunciado sobre el acto mismo de ponerse a contar el relato que sigue (“y lo cuento”). Pero, lo que nos interesa es aquello que en todas las variaciones falta, siendo además señalado como falta. De algún modo, la belleza y fuerza inquebrantable de ese primer “diálogo” reside en ser un silogismo incompleto y expansible que a partir de ciertas premisas al mismo tiempo plantea una conclusión impertinente y oculta una conclusión alucinante. Solo a través de este laberinto podemos encontrar el ‘extraño camino’ que (nos) lleva… al personaje, al autor, al espectador.

En la primera opción, dos acciones de partida configuran las premisas: ‘los que hacen callan’, ‘los que hablan no han hecho’. El silogismo queda cerrado con la conclusión: el personaje es alguien ‘que lo hizo y lo cuenta’. Si estuviéramos en el terreno de la literatura no podríamos ir más allá: el mundo de las acciones (hacer) es recogido y entregado por el universo de la palabra (vallar, hablar, contar), aunque deberíamos habernos quedado un poco más acá (en cuanto que el hablar es también una acción, como demuestra el uso del estilo directo en la novela).

Pero, y entramos en la segunda opción, estamos en el cine y lo que vemos es una mano que escribe, e inmediatamente, en la siguiente toma, una mano que se introduce en un bolso. Por muy obvio que resulte decirlo, el cine es una cuestión de imágenes y sonidos. Falta por tanto un cuarto término en la ecuación propuesta, legible si pensamos de otra forma los elementos del silogismo. ‘Hacer’ y ‘hablar’ se identifican (‘algunos hacen’, ‘otros hablan’): ambas son acciones, excluyentes pero por ello mismo coexistentes en el universo referido del relato, el de la ocultación y el silencio del mundo del crimen. Pero ‘contar’ se sitúa en otro nivel y exige la aparición de un término paralelo, el ‘mostrar’. El ‘contar’ no es ni un hablar en el interior del relato, sino un relatar desde su exterior. Dicho salto señala el origen de la narración (el relato del ‘yo cuento’), pero también, desvía el origen de la mostración (¿quién muestra en el filme?). (1)

1. En esto, la versión original es más coherente que la traducción de los subtítulos: a la ocultación de un transparente ‘yo narrativo’ (“y sin embargo yo lo he hecho”) le sucede la elisión de un opaco ‘yo mostrativo’. Si anotamos y analizamos las tres variaciones del mismo diálogo es porque todas ellas poseen un mismo valor textual: el subtitulado forma parte del texto que un determinado espectador consume (la fama en el ámbito castellano—parlante corresponde evidentemente a la traducción y no al original). Pero es que además nuestro análisis tiene su origen precisamente en un juego minimalista que sería del agrado de Bresson— en las diferencias entre las variaciones.





Es en este tortuoso despliegue del silogismo bressoniano donde se niega la aparente incongruencia y se afirma la real coherencia entre los dos párrafos del primer diálogo, coherencia cifrada en el sentido exacto del ‘extraño camino’ recorrido por Michel para llegar a Jeanne.

El primer sentido —el más obvio desde el final del relato, pero también el menos pertinente desde su principio— es que dicho recorrido es la senda del crimen, en ese tortuoso trayecto que lleva del pecado a la pureza. No es que sea un significado falso para la frase, sino que resulta un sentido insuficiente para el texto. Todo el filme se juega en el espacio entre dos líneas, en la línea en blanco entre el primer párrafo tachado y el segundo repetido. Si el camino es ‘extraño’ debe ser porque hay algo más que un paso por el delito antes del encuentro del amor. O precisamente eso, que el crimen se hace paso necesario para el encuentro de la pureza. ¿Cómo se hace esto posible? Evidentemente, aceptando que el segundo párrafo no es sino una conclusión del primero. El ‘extraño camino’ no es otro que el de la confesión privada y la expiación pública. Solo esta formulación da coherencia tanto a la forma global del texto como a esa primera toma donde primero se anota y luego se tacha, donde primero se recuerda (para contar) y luego se olvida (para vivir).

Pero ojo, porque en la divergencia entre estos dos conceptos —confesión, expiación— se sitúa la distancia que va de la ficción (del cine) a la verdad (del cinematógrafo). La confesión privada es el acto de origen del relato, asumido en primera persona por el personaje a través del escrito y la voz en off a lo largo de la película. La expiación pública es el acto de origen del filme, donde el personaje (Michel, el ratero) no es sino un objeto de contemplación por parte de una cámara que espía su interioridad a través de los mínimos y escuetos movimientos de una persona (Martín LaSalle, el actor).

La confesión es el tema del relato; en ese punto, la cámara no haría sino ilustrar el devenir de las líneas escritas, y por tanto, estaría sometida a la misma posibilidad de engaño que estas. La expiación es la forma del filme; solo así se explica una planificación tan ajena al sentimiento, ora por medio del distanciamiento más exacerbado respecto a la empatía de los personajes, para por medio de la implicación más descarada en los gestos de los actores.

Toda la afamada y particular ‘técnica’ de Bresson (el uso del actor no profesional, la depuración extrema del guion, la minimalización del gesto…) va así encaminada a una operación paradójica de enfrentamiento y síntesis entre dos medios: la palabra literaria y la imagen/sonido fílmicos. Por un lado, partiendo del ‘natural’ artefacto de la lengua, nos hunde en el terreno de la ‘ficción’: el ‘yo’ del espectador se coloca irremediablemente en el ‘yo’ del personaje, y sin quererlo nos vemos introducidos en un texto a la ves narrativo y engañoso. Por otro lado, partiendo del ‘artificial’ artefacto del del cinematógrafo, nos abisma en el terreno de ‘lo real’: el ‘yo’ del espectador se coloca inexcusablemente en el ‘ojo’ de la cámara –en el ‘oído’ del micrófono—, y a partir de ahí, nos vemos enfrentados a una imagen y un sonido de registro que por más sometidos que estén a la ficción del personaje revelan el rostro y la voz del “actor”.


DE LO INTERIOR, LO MÓVIL Y EL CINEMATÓGRAFO

Puede parecer extraño que una defensa del cine(matógrafo) como cuestión de imágenes y sonidos dedique su tiempo a un análisis de la relación entre lo literario y lo fílmico a partir de un diálogo escrito sobre la pantalla. Pero en ese proceder no hacemos sino seguir el texto bressoniano. El cinematógrafo subyace al cine significa que debemos buscar debajo del dispositivo literario y narrativo que Bresson denosta y sin embargo parece respetar— para encontrar el artefacto fílmico —aquello que violando el dispositivo “le da su fuerza y su poder”—.

Es sin embargo una tarea difícil cuando nuestra relación con lo fílmico está inevitablemente atravesada desde el origen por las palabras. Se mire desde donde se mire un filme (la crítica, la historia o la teoría, el simple visionado o el complejo análisis), la palabra acaba por siempre apareciendo (en la intención y el mensaje, en el narración y el relato, en la significación y la idea, en la percepción y el concepto, en la interpretación y el sentido). Se impone por tanto otra manera de hablar —lo que en otro lugar hemos llamado el ‘habla fílmica’ frente a las ‘hablas cinematográficas’— que nos permita decir una palabra que no acabe sustituyendo a la imagen y el sonido de las que habla, una palabra en la que reverberen las materias de lo visual y lo aural, una palabra que en suma —y paradójicamente— a través de lo literario (analítico) nos de una idea de lo fílmico (analizado).

Una vez planteada —través del análisis de la primera toma del filme— tanto la distancia entre los usos del cine y el cinematógrafo como la diferencia entre los conceptos de narración y mostración, podemos intentar explorar ambas parejas de términos en un par de fragmentos del filme, en los cuales, curiosamente, se aplican dos de los elementos (el campo vacío y el encadenado) analizados por Burch (1969: Praxis del cine).

El primer fragmento es el regreso a casa de Michel tras la primera estancia en comisaría (esc.2, min.4), inmediatamente después de la detención por su primer hurto. Nuestro interés se centra en eso que se ha dado en llamar el magistral uso del campo vacío (Burch, 1969, pp.33-28), la tensión creada por el alargamiento temporal de una ‘imagen vacía’ antes de la entrada o después de la salida del personaje. Resumiendo a Burch, dichos ‘vacíos’ de la imagen son inherentes a la gramática clásica por un efecto psicológico de relleno entre los cortes de plano —pero siempre con una duración mínima— que posibilita (metafóricamente) el paso del personaje de una toma a la siguiente. La exagerada dilatación temporal —en segundos— de esos campos vacíos será vista así por Burch como una cualidad estética —analizada en El hijo único (Yasujiro Ozu, 1936) o en la propia Pickpocket (Robert Bresson, 1959)—, al hacernos pensar en el ‘fuera de campo’ por el que ese personaje acaba de salir o debe de entrar.











Sin embargo, de alguna manera, la propuesta burchiana es tan radical en cuanto al contenido (la apreciación de tantos tiempos y espacios muertos del cine moderno) como reaccionaria en cuanto a la forma. El ‘campo vacío’ solo adquiere sentido para dicho autor en cuanto alusión al espacio off donde se desarrollan los acontecimientos en horma de fuera de campo —¿lleno?—. Para Burch, la lectura de la imagen y la propuesta del concepto están guiadas por un criterio exclusivamente narrativo, por más que alabe la ‘belleza plástica’ de los planos. Lo ‘vacío’ no hace referencia a un concepto mostrativo propio de la imagen sino a un concepto narrativo propio del relato que la imagen sustenta: la imagen está vacía de personajes, de acciones (que no de decorado o escenarios), pero su función es hacernos ‘no ver’ aquello que ocurre fuera de la imagen.

Un ‘campo vacío’ sería por tanto una imagen desnarrativizada —dan ganas de decir ‘desvitalizada’—, y correlativamente, una imagen narrativizable en el exterior de sus bordes (el espacio off donde ocurren supuestamente los acontecimientos). El descubrimiento de determinados cineastas o determinadas imágenes que evacuan la narración mediante su exclusión del campo solo sirve, desde el punto de vista referido por Burch, para cargar narrativamente el texto en su conjunto. Paradójicamente, se nos hace prestar ‘atención’ a una imagen solo para decirnos que lo ‘importante’ ocurre fuera de la misma. Descripción exacta del trabajo fílmico en Los amantes de la noche (Nicholas Ray, 1948), donde, como muy bien señala el autor, toda escena de violencia es expulsada al espacio off y aludida en el espacio in mediante el sonido. Pero ¿es esto cierto en el fragmento analizado)? (2)

2. Curiosamente, y esto debería haber llamado la atención de Burch, en ninguna de las dos ocasiones en las que el relato de Pickpocket parece escamotearnos en la imagen dos acontecimientos importantes, se usa el ‘campo vacío’ como estrategia e ocultación. En las dos ocasiones se trata de robos con una cierta ‘importancia’ narrativa. Su primer hurto, del que es víctima se madre, ocurre antes de que el tiempo del relato comience —¿pero qué tiempo es ese cuando el filme se propone contar la historia desde su principio?— y de ello nos esteramos muy avanzado el filme. Ya en el interior del tiempo del relato, tras la tarde de los amigos en la feria, nos daremos cuenta en la casa por la magulladuras, por el reloj que saca del bolsillo— que Michel ha cometido su primer hurto descubierto y castigado de ahí las magulladuras—. Pero si tenemos que pensar en qué lugar de la imagen en pantalla se ha realizado el acontecimiento no pensaríamos tanto en el ‘campo vacío’ (la mesa en la terraza que Michel abandona) como en el extraño encadenado que une esa imagen a una exactamente idéntica.








Un vistazo a las imágenes del fragmento parecen no solo confirmar sino llevar a su extremo literal el concepto de ‘vacío’: el vano de un portal, el rellano de una escalera, el dintel y borde de una puerta. Un repaso del relato que esa imágenes sostienen plantea sin embargo una cierta duda: lo que se “cuenta” en el exterior de las mismas (una y otra vez, hasta una docena de veces a lo largo del filme) no es sino la bajada o subida al piso de nuestro personaje. En contra de la generalización de Burch, aquí el campo vacío no alude a un espacio off en el que ocurren los acontecimientos importantes. Muy al contrario, el campo vacío detiene al unísono el relato —inmovilizado en una acción intrascendente— y el filme, en una imagen a la vez tan vacía como densa en cuanto que el ojo del espectador tiene tiempo excedente para recorrerla por completo en todos los sentidos.






Casi se podría afirmar que el desajuste entre narración y mostración del cine de Bresson tiene una plasmación exacta en la planificación de las escenas. La cámara va siempre demasiado por delante —o por detrás— del personaje, lo antecede –o lo abandona— en sus recorridos y trayectos, transformándose así en una prueba continua de ese propio desajuste. Más que ‘entrar’ (por izquierda o por derecha), el personaje a veces ‘cabe’ en plano; a veces, no.

No hay por tanto alusión al espacio off en esos campos vacíos (lo que tras ellos se ‘cuenta’ tiene menor importancia que lo que en ellos se ‘muestra’), solo unos tremendos y terribles huecos donde la narración se derrama y la mostración rebosa. Lo que persiguen esos planos vacíos es la configuración de un espacio de líneas duras y sombras marcadas, un espacio inhabitable para la forma sinuosa y débil de la figura humana. Solo a partir de aquí se entiende, por ejemplo,  el desamparo y la fragilidad del personaje, atributos contradichos una y otra vez por el diálogo.

La ecuación burchiana es por tanto ineficaz en Bresson. A la ‘dilatación temporal’ le sucede no una ‘expansión espacial’ hacia el fuera de campo sino una ‘detención espacial’ en el interior de un campo no tanto ‘vacío’ de elementos narrativos pertinentes —nunca el escenario tuvo tanta importancia en el definición de un personaje— como ‘ahuecado’ de la propia narración para poder ser rellenado de pura mostración. Algo se nos da a ver (conscientemente evitamos decir bajo la responsabilidad de quién): los espacios vacíos de un drama encuadrados según una meticulosa y progresiva planificación que atenaza al personaje. Es aquí donde el cine en laza con la pintura: en la expresión, por los únicos y exclusivos medios de la imagen, del sentido del texto.

El segundo fragmento, y con el que acabamos nuestro análisis, es una de las escenas más memorables del filme, la educación de Michel en las artes del carterismo (esc.11, min.19). Tras seguir al que será su compinche a lo largo de la calle y entablar amistad con él (tomas 1—6), este le adiestra —en un rápido montaje de quitar a uno la cartera sin que este se entere, arte que a partir de entonces pondrán ambos en práctica hasta la culminación del esquilme general en la estación (esc.29, min.41)—




























Si en el fragmento anterior hablábamos de pintura, aquí la referencia es la música. Si antes mencionábamos el ‘vaciamiento¡ de la imagen, aquí deberemos referirnos a la ‘plenitud’ visual de una orquestación de planos detalles y encadenados sobre unas manos que bailan rozando el cuerpo sin tocarlo, asiendo los objetos (carteras, pluma, relojes…) sin aferrarlos. La sexualidad de la escena es tan evidente que no merecería la pena mencionarlo si no fuera porque en ese juego de manos del carterista se encuentra la razón no explicada de la caída del personaje en el crimen. El desgarbado y ceñudo personaje que es Michel solo en los momentos de su afición, trabajo o vicio encuentra la sensualidad extrema del goce.

Burch afirma el valor plástico autónomo de estos planos (1969: p.51). Pero dicha plasticidad puede ser entendida de dos modos. En primer lugar, la plasticidad como un fenómeno de mostración pura, en el sentido en el que se habla de la ‘pantalla plástica’ del arte moderno frente a la ‘ventana geométrica’ del arte clásico. Como en el caso de los campos vacíos, se trata de algo que solo puede expresarse mediante la imagen, por más que lo expresado sirva al nivel profundo del relato.

La sensualidad —la (homo)sexualidad en último extremo— de la escena, hace que de algún modo entendamos la motivación última del personaje. Motivación que no puede ser ‘narrada’ porque no es esa cámara que toma al personaje como objeto de su análisis. Con lo que descubrimos una nueva diferencia entre la narración y la mostración del filme, pues mientras la palabra superpuesta es el consciente del texto, la imagen y el sonido sobre el que se superponen desvelan el inconsciente mismo de ese texto. Es ahí donde lo interior restalla “por alguna cosa o por alguna combinación de cosas que no sea meramente un diálogo” (Bresson). Porque aunque el personaje declara al principio su voluntad de contar —en un acto de confesión del delito—, hay cosas que ‘no pueden ser dichas’, lo que a fin de cuentas significa que pueden ser vistas, y por tanto, mostradas —en el acto paralelo de la expiación del pecado—.

Pero que la confesión y la expiación han sido un proceso necesario —el extraño camino que nos lleva— lo confirma que el cierre de una película donde los personajes nunca se tocan —fuera del ámbito donde los carteristas sisan a sus víctimas— sea lógicamente el juego de los besos que Jeanne y Michel se dan… a través de los fríos barrotes del presidio. (3)

3. En más de un sentido, Querelle (Rainer Werner Fassbinder, 1982) no es sino el lado a la vez oscuro (temáticamente) y lúcido (formalmente) de este filme.


Pero la plasticidad tiene otro sentido si se la piensa no como una característica propia y exclusiva de la imagen sino como una cualidad de la confusión de los sentidos en relación con la sinestesia. El detalle, el susurro y el roce —es decir, la imagen, el sonido y el tacto— serían una buena descripción de la escena. Es ahí donde el cinematógrafo bresoniano va mucho más allá tanto del ‘pasado’ pictórico como del ‘presente’ cinematográfico del director. La orquestación visual de los detalles figurativos y los encadenados abstractos nos sumerge así en la sensorialidad extrema de una materia que recubre y rodea al espectador, con más fuerza en cuanto que a esta plétora dorada y brillante la circunda un continuo devaneo de imágenes grises y sonidos sordos de oscuros personajes.



























*Este texto se publicó en
Banda Aparte. Revista de cine – Formas de ver nº 6
Valencia: Ediciones de la Mirada, febrero 1997