Botonera

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23.1.14

EL FANTASCOPIO: BLUE JASMINE (WOODY ALLEN, 2013)




BLUE JASMINE (WOODY ALLEN, 2013)

EL DESPRECIO





POR MARIEL MANRIQUE



Lo que sostiene la forma de este mundo no es la compasión sino el desprecio. La hermana con buena prensa del desprecio es la caridad, multiplicada en galas benéficas, donaciones de tomógrafos o monedas del vuelto, regalo de las sobras para el servicio doméstico y bendiciones papales, con lavado de pies del pobre y besos en la frente del desahuciado como bonus track. En términos colectivos y prosaicos, la caridad es la denominada “solidaridad” (de los primos o los pueblos), particularmente en casos de tragedia. Nadie en su sano juicio le niega un colchón al inundado, aunque no exista todavía un colchón que evite las próximas inundaciones. La caridad seca las lágrimas por un ratito, pero no transforma la estructura (de una casa o del mundo). Lo opuesto al desprecio es la compasión, esa rarísima sintonía con el otro, de índole horizontal, que torna insoportable su dolor y bendita su alegría, por la sencilla razón de que se experimentan como propios. El grado máximo de la compasión es el desvanecimiento del “yo”, la capacidad química de ir hacia lo que nos rodea, encarnarnos en ello y desaparecer.

Pero no salimos del útero de mamá para ponernos en los zapatos del otro sino para ir cambiando de pares de zapatos, tanto desde el aprendizaje personal como desde el consumo del taco de moda, de la sala de partos a la tumba. Es impresionante que solo en esos dos momentos de nuestra vida, el inaugural y el de clausura, estemos descalzos. Quizá porque el “yo” no se ha formado todavía o se ha desconectado como un enchufe, porque estamos ahí pero aun no estamos o estar ahí ya no tiene sentido porque estamos muertos, prescindimos del zapato cuando no hay cultura. La cultura nos viste, nos calza y nos define.

El gusto no es nuestro. Es el que construye, para nosotros, la cultura, ese enorme bazar del barrio -llámese escuela, familia o patria- en el que crecimos, tal como nos lo explica lúcidamente Pierre Bourdieu.  La mercadería del bazar es una cuestión de clase. De gente “con clase” y desclasados. El “charme” es una cuestión de clase social. La clave de la clase (entendida como “charme” y posición en el mapa de la distribución social de la riqueza) es el dinero, con el que se accede a la educación que nos salva de ser humillados y ofendidos y se compra, inclusive, hasta la apariencia integral de una cultura.

Woody Allen tomó lo que quiso de Un tranvía llamado deseo para armar Blue Jasmine, una película sobre el desprecio de clase. En Blue Jasmine no hay tensión sexual (como en la pieza teatral de Tennessee Williams o en Match Point, otra película de Allen sobre la noción de “clase social”) sino flujos cambiantes de dinero.  En Blue Jasmine, el “factor” dinero se comió hasta al sexo. En la pieza de Williams, el marido de Blanche Dubois se suicida atormentado por una relación homosexual y la aristocrática Blanche es despedida de su empleo por mantener una relación sexual prohibida con un estudiante, se traslada a New Orleans a la modesta casa de Stella, su hermana, donde se siente atraída fatalmente por su cuñado inmigrante y proletario (ese huracán hipersexual llamado Stanley Kowalski, concentrado en la película de Elia Kazan en el cuerpo de Marlon Brando) y le confiesa sus penas a Mitch, el amigo inocentón y romántico de Stan, alimentándole las fantasías de una boda.

En Blue Jasmine, el marido de Jeannette (auto-rebautizada “Jasmine”) es un estafador serial, infiel y millonario que acaba suicidándose en la cárcel y el único deseo de Jasmine es el de mantener las apariencias. Como sea: volando en primera clase aunque esté en la ruina; sacando a pasear por San Francisco sus chaquetas Chanel, sus carteras Hermès y sus perlas auténticas; a fuerza de vodka, cigarrillos y Xanax; y negando la realidad hasta volverse loca. Es el deseo de que nada cambie, aunque la verdad estalle en la cara.




No hay un sentimiento más fuerte en Jasmine que el ansia de pertenecer (a una “clase”, sea la élite neoyorquina tributaria de la especulación financiera de la que acaba de ser eyectada o cualquier otra nueva élite que la admita en su seno) y el desprecio (hacia todos los que no pertenecen a esa clase). La brutalidad de Jasmine, en el doble sentido de ser bruta y brutal, es devastadora, imbricada como está en su elegancia – y es una proeza absoluta de Cate Blanchett hacer convivir estos dos rasgos supuestamente tan contradictorios, la elegancia y la brutalidad, en una misma criatura, extraviada y cruel, déspota y rota.

Ante Blue Jasmine empalidece el género completo de películas sobre el fin del mundo, porque nada es más apocalíptico, por tenaz y naturalizado, por su estricta funcionalidad a la lógica del poder, que el desprecio humano fundado en la pertenencia a una clase. Cava una fosa llena de cocodrilos entre un puñado de “unos” y unos “muchos otros”, la fosa es infranqueable, el desprecio tiende a instalarse y a crecer, petrifica el corazón como si fuera cal o cemento. El poder, en su faz más pervasiva, no enfrenta a amos y esclavos sino a sofisticados y ordinarios, pijos y chonis, mersas y refinados (en la versión argentina del peronismo eterno: el gorilaje oligarca contra todos aquellos que Santa Evita acogió bajo su manto protector, como una virgen de la misericordia, bajo el apelativo terminal: “mis grasitas”). Se opone el “charme” a la vulgaridad y se elaboran estrategias selectivas de marketing. No se venden más carteras Vouitton originales que las estrictamente necesarias para que pertenezcan a una minoría, para que, como las obras de arte, preserven la condición “aurática” de una supuesta singularidad que investiría, por ósmosis, a sus portadoras. 

Ya no se trata, en Blue Jasmine, del escándalo de ricos y pobres. El dinero está en la base de la fosa divisoria (allí donde se distribuye la riqueza) pero el agua de esa fosa, y los colmillos de los cocodrilos, huelen a “buen gusto”, tal como este último ha sido definido, por ahora y arbitrariamente, por los árbitros consagrados del poder. El dinero es la condición necesaria del acceso al “buen gusto”, necesaria pero no suficiente: Jasmine desprecia a su nuevo empleador, un odontólogo plano y sin “estilo”, y al nuevo candidato de Ginger, su hermana, un tosco ingeniero de sonido que califica como un “perdedor”. Los ganadores beben sus Martini y juegan al golf o al polo, impecables y espléndidos; los perdedores beben cerveza barata y comen papas fritas frente al televisor, con su ropa estruendosa y sus hábitos deplorables. Si fuera eficaz también contra las personas, Jasmine se rociaría con un repelente contra insectos para no tocar a esa horda de indeseables que siempre ignoró, excepto cuando les quitó lo único que podían darle (sus ahorros) y aceptó, al huir de esa Park Avenue donde cayó en desgracia, lo único que podían ofrecerle para amortiguar su quiebra (techo y comida).




Es justo que a Jasmine, Ginger y su ex marido (Auggie), su nuevo novio (Chili) y el amigo de Chili que le presentan como candidato (Max), le provoquen espanto. Pero el auténtico espanto es que la propia Ginger considere a Jasmine su modelo aspiracional, porque ella “siempre tuvo el don del gusto”. “El buen gusto no se compra con dinero”, se canta en voz baja en el mercado, mientras se exhiben a la venta todo tipo de artículos de “buen gusto”. “El buen gusto es innato”, “se tiene o no se tiene”, se declara en las biblias ilustradas de la moda, como si el gusto fuera el resultado celular de una alquimia biológica, una lotería lombrosiana donde la sociedad no tiene arte ni parte. Allen tuvo incluso el tino de que Jasmine y Ginger fueran hijas adoptivas de distintas familias biológicas: el “buen gusto es genético”, piensa Ginger, adhiriendo al racismo social que no necesita hacer uso de la fuerza para sujetar al nuevo esclavo.

Recordemos que la antigua plantación esclavista heredada por Blanche Dubois, venida a menos por las “epic fornications” de sus ancestros, se llamaba “Beau Rêve”. El  “Hermoso Sueño” del sur latifundista del látigo en mano se ha cumplido, e incluso puede prescindir del látigo: gracias a la hegemonía de ciertos patrones culturales, el perdedor quiere ser como los ganadores, aunque los ganadores teman contaminarse por contacto.  Ginger cambia a Chili, su novio mecánico, por un ingeniero de sonido, porque cree que este último es menos “perdedor” que Chili a los ojos de Jasmine.

Es justo también que la banda de “ordinarios” que rodean a Ginger parezcan salidos de una commedia alla italiana (no desentonaría Lando Buzzanca, se llevaría las palmas Celentano), de una macchietta  impiadosa que les desmantela los matices y los cristaliza en un repertorio fijo de gags. Allen no es sádico, es realista. Es así como los ve Jasmine. Es así, y es esta la razón del espanto más hondo, como los vemos nosotros mismos, sentados instintivamente del lado de Jasmine, anticipando y compartiendo sus muecas de asco, experimentando una empatía que primero nos causa gracia y, después, vergüenza. Jasmine es mala. Nosotros somos tan malos como ella. 




Atrapada en sus flash-backs de ensueño, que en manos de Allen son el ritornelo (con la partitura en bucle de Blue Moon) de la negadora patológica, Jasmine niega en principio el origen de su bienestar, al firmar como si nos los viera pilas de papeles fraudulentos y cerrar los ojos a las infidelidades del marido, hasta que el marido se enamora de otra y es entonces el fin, el fin imperdonable cobrado con una denuncia al FBI y el envío a la cárcel por despecho, para negar después el estado de derrumbe, actuando como si nada hubiera sucedido, como si no hubiera aprendido nada, dispuesta a repetir la historia y a mentir, otra vez, ante un nuevo y futuro esposo.

El que niega una vez, niega dos veces y tres, pero solo se niega lo que se sabe. Y negar a ultranza (como un reverso perfecto de ver, de atreverse a ver) se paga con suicidio o con locura. Con ciertas excepciones: la de amputados éticos como Judah Rosenthal, el prestigioso oftalmólogo que en Crímenes y pecados (1989) contrata a un sicario para matar a su amante despechada, con el único objetivo (como Jasmine) de evitar el escarnio público. El cinismo triunfante en ese filme es tan desolador como el desprecio suelto, como un viento o un virus, en Blue Jasmine. “Cinismo y desprecio” podría ser la reformulación negra de Allen a los títulos memorables de Jane Austen.  Judah, un “ganador”, niega hasta el fin y alza la copa en las fiestas, mientras los que se atreven a ver y cuentan lo que han visto viven atravesados por la melancolía (el documentalista honrado encarnado por Allen) o no resisten vivir (el profesor Louis Levy, conmovido y perplejo ante la persistente confianza en el futuro de un rabino que se queda ciego). Para soportar la realidad o transformarla, también nos dijo Allen, tenemos el cine. Y allí dejó a Cecilia, con la maleta recién hecha y un ukelele entre los brazos, en la butaca de la sala de cine de La Rosa Púrpura de El Cairo (1985), entregada al consuelo y la provocación de Fred Astaire y Ginger Rogers.

La imputación de locura a la mujer es un tópico trillado del machismo -la que amenaza a la sociedad patriarcal suele estar “loca”, del mismo modo que en tiempos medievales era “bruja”- pero el descenso femenino a la locura por mano propia tiene, en comparación con el desorden psiquiátrico masculino, un elemento doblemente perturbador. Tal vez porque el hombre ha ejercido secularmente el poder y quien se aferra al poder exuda psicopatía. Tal vez porque la tradición ha hecho de la mujer la virgen protectora, la madre infatigable, el pecho en el que reclinar la cabeza agobiada, la mejor equipada ante la pérdida, la femme-fatale, la pin-up y la chica del poster, la feminista combativa y la mujer-orquesta. Maldita tradición. Una mujer también puede volverse loca, ser joven y bella y estar loca porque vio demasiado o, como Jasmine, porque no quiso ver el mundo tal cual era.




“Siempre dependí de la amabilidad de los extraños”, dice finalmente Blanche Dubois, dando en la diana desde la espiral de su demencia. Jasmine empieza hablándole sin parar a una vecina de butaca de avión y termina hablándole sin parar a una extraña total, en un banco del parque. La extraña se levanta y se va. Dejar de hablar es enfrentarse al silencio, que es como un espejo, como una pregunta aterradora. La amabilidad de los extraños sería, en este caso, pura y estéril caridad. La estructura de Jasmine es, ¿desde hace cuánto tiempo?, irreparable. Que los extraños poden en sus almas el desprecio y alimenten, con los restos maltrechos que les queden, la boca seca de la compasión.