Botonera

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2.3.15

EL FANTASCOPIO: "EL GRAN HOTEL BUDAPEST" ("THE GRAND BUDAPEST HOTEL", WES ANDERSON, 2014)



EL GRAN HOTEL BUDAPEST 
(THE GRAND BUDAPEST HOTEL, WES ANDERSON, 2014)


LA CEREMONIA DEL ADIÓS


POR MARIEL MANRIQUE



En nuestra monarquía austríaca casi milenaria… todo tenía su norma, su medida y su peso determinado… Por mi vida galoparon todos los corceles amarillentos del Apocalipsis: la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas… y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea.

                        Stefan Zweig, El mundo de ayer (1939-1941)




¿Cuándo empieza un final? Ya sea que las cosas terminen por anticipado o a su debido tiempo, ¿en qué momento empiezan a terminarse, hasta que ya no queda nada de las cosas que eran y no están en el mundo y ya no hay pistas ni huellas que conduzcan a sus módicos restos o a sus tumbas? Hablo de la eficacia de la desaparición y el democrático esófago del olvido. Todo aquello que viste, ya no lo verás. Tu juguete, tus pies, la forma que tenía de entrecerrar los ojos, sus ojos, el rojo del esmalte con el que se pintaba las uñas de los pies. La habitación adentro de la casa adentro del país adentro del imperio adentro de un mapa que se prende fuego. ¿Cuándo se empieza a arder?

Guardamos las cosas en cajas (zapatos o sombreros, anillos o lámparas) para que no se ensucien ni se arruinen. La caja es un escudo que se opone al deterioro y la disolución. La cinematografía de Wes Anderson es un tributo a la caja, bajo la forma de películas que son en sí mismas una caja y guardan, como muñecas rusas, otras cajas dentro; el núcleo de esas películas-caja es la conciencia de la pérdida. The Grand Budapest Hotel (Wes Anderson, 2014) es la historia de un mundo perdido, guardado en un hotel que es una caja llamada Grand Budapest Hotel. El paso del tiempo se inscribirá en el cuerpo de ese hotel para mostrar sus marcas en tres momentos claves, colocados por las manos del flashback en las tres cajas de sus formatos respectivos: el ratio clásico de pantalla 1.33 (caja casi cuadrada), para 1932; el scope a 2.35, con su gran-angular-ojo-de-pez, para 1968; y el 1.85 analógico para 1985 (a cada época, a cada estrato temporal, su inventario de imágenes y su manera de mirar). El ratio de la “tapa” de la caja, una supuesta actualidad que se muestra dos veces, al inicio y al cierre del filme, es un 1.85 digital.

Al Grand Budapest Hotel se accede en funicular porque está suspendido entre las montañas nevadas (como una Mitteleuropa anclada entre dos guerras) de la ciudad de Lutz, capital de la imaginaria República de Zubrowka. Al pie de su fachada de cuento de hadas se abren inmensos túneles, que guardan los hornos de carbón que ponen el hotel en movimiento. El hotel es una maqueta en la que, como escribe Stefan Zweig en El mundo de ayer, todo tiene su norma, su medida y su peso. Su refinada y decadente lentitud, su persistente cortesía. “Leí ese libro de Zweig antes de filmar esta película”, declaró Wes Anderson como quien pasa una contraseña.    

       
Stefan Zweig, hijo de una familia judía acomodada, había nacido en la Viena aristocrática del Imperio Austro-Húngaro, había creído en una sociedad trasnacional de ciudadanos ejemplares, había explorado las vidas de María Antonieta, Napoleón, Freud, Erasmo y Magallanes, había escrito, durante veinte años, un libro sobre catorce momentos estelares de la humanidad (el descubrimiento del Océano Pacífico, la conquista de Bizancio, la expedición del capitán Scott al Polo Sur…) y había visto, finalmente, cómo empezaban a quemarse libros en horrendas piras funerarias en la Ringstrasse. Un editor le comentó que la cruz esvástica ya ondeaba sobre la Torre Eiffel y lo miró y luego dijo haber visto a un hombre destrozado. Cuando la Alemania nazi anexó Austria en marzo de 1938, a Zweig se le acabó la patria: Austria había dejado de existir y él, más que un escritor popular, un defensor de desvalidos, un anfitrión impecable, un donjuán ocasional que se comía con los ojos a los hombres, un depresivo y un dandi (como relata George Prochnik en su biografía El exilio imposible), era un judío en Alemania.

Pasó del goce del cosmopolita a la melancolía del apátrida y peregrinó por Londres, Bath, el hotel Wyndham de Manhattan y una casa de campo en las afuera de New York, hasta llegar a Brasil y encerrarse con su última esposa en un cuarto en Petrópolis. Sus últimos actos habían sido pagar el alquiler, donar sus libros y dejar a su perro Bluchy a buen resguardo. Además de terminar su último libro, El mundo de ayer. El 22 de febrero de 1942, Zweig tomó con Charlotte la dosis pactada de Veronal y se tendieron en la cama a esperar la muerte para olvidarse de una buena vez de un mundo que habían amado con todas sus fuerzas y consideraban, ya, perdido. No llegaron a ver las humaredas saliendo de las chimeneas de los campos de concentración. En la mesita de noche había un vaso vacío, una caja de cerillas y tres monedas.

Monsieur Gustave H., el conserje de aristocráticas maneras del Grand Budapest Hotel, el capitán de un transatlántico condenado a estrellarse contra el fascismo, es tan parecido a Zweig que por momentos estremece. Ralph Fiennes comprendió, aun sin saberlo expresamente, qué se lloraba en aquel cuarto de suicidas en Petrópolis. En su historia no hay suicidio sino resistencia amable, ejercitada con delectación en sus múltiples fugas: de la policía, de la cárcel, de un heredero inescrupuloso y voraz, del matón impiadoso y personal del heredero, de los soldados de uniforme gris que aceleradamente presagian el horror. No hay horror, tampoco, en la historia de Gustave H., porque está dentro de una película-caja de Wes Anderson: el horror se presagia o se adivina en off y la tristeza es una nostalgia prematura y punzante, con música orquestal de balalaikas rusas y aroma a agua de colonia. Gustave H. estará allí donde veas un frasco de L’Air de Panache (exactamente ese y ningún otro). 


Anderson les da a sus personajes un mapa-mundi de objetos privados y rasgos de estilo, que los definirían en su ausencia y componen su legado. “Heredarás todo lo que tengo”, confía Gustave H. a “su” lobby-boy, Zero Moustafa, su discípulo de ojos azorados y falso bigotito trazado con pincel, refugiado de guerra en busca de un oficio al que se entrega con la dedicación de un cachorro abandonado: una pequeña biblioteca de poesía romántica y un puñado de cepillos con mango de marfil. El derrotero compartido incluirá un tesoro pictórico renacentista y el mismísimo Grand Budapest Hotel, que Zero vivirá para custodiar como un buque naufragado o un palacio en ruinas, el recinto sagrado y polvoriento donde experimentó un amor cuya historia cuenta de soslayo, en su vejez, al escritor intrigado por ese silencioso propietario de hotel que elige dormir en un exiguo cuarto de servicio. Porque en Anderson el amor es pudoroso y oblicuo. Y el relato es un hilo en el que se engarzan miniaturas, los signos de una atmósfera, las señas de un estilo (o un ramo de estigmas) que no prevalece sobre la sustancia sino que es, por obra y gracia del arte de la puntería en diagonal, la sustancia misma. Toda la vida de Agatha, la pastelera de Mendl’s amada por Zero cuyo pasado ignoramos y de cuyo futuro apenas conoceremos el dato de su muerte en plena juventud, está en un rostro marcado por una mancha con la forma del golfo de México. 



En Anderson, el peso dramático (constantemente ilocalizable y, en todos los casos, descentrado) es el resultado directo de una invención formal. La técnica de la caja, que atesora los “equipos de identidad” de personajes salidos del cine mudo y salidos también, por desterrados, de la circulación de las rutas principales o, directamente, salidos de la lógica de la circulación -de los discursos y los cuerpos- y puestos a recitar sus parlamentos en los bordes o la periferia del sentido. Ex-céntricos que, en su excentricidad, revelan por contraste la catástrofe de las economías centrales. El desastre está fuera de campo y, aunque finalmente -también fuera de campo- la historia los destroce o les dispare (como a Gustave H.), los excéntricos habrán salido indemnes, muertos pero aún raros y hermosos como las cosas atesoradas en las cajas.

The Grand Budapest Hotel bebe confesamente del cine de Lubitsch que confronta el nazismo con la ironía y el charme, exorcizándolo. En Anderson, el arma es en definitiva el carácter disfuncional de sus criaturas. No encajan en este mundo; si encajaran, no podrían explicarlo. Lo explican por oposición y oblicuidad. Por eso Anderson les crea un mundo propio a base de maquetas. La Europa de entreguerras de los 16 personajes de este filme es tan real como la Rushmore Academy, la 375th Street Y o la Pescespada Island de Rushmore (1998), The Royal Tenembaums (2001) y The Life Aquatic with Steve Zissou (2004). El nombre “Pescespada Island” salió de un plato del menú del restaurante donde el equipo de filmación solía reunirse - del mismo modo que Mario Romagnoli, de la mano de Fellini, recita como si fuera poesía latina el menú completo de su restaurante, en la escena del banquete de Trimalción en Fellini Satyricon (la contigüidad y trasvasamiento del mundo “fellinesco” en las “cajas” de Anderson es deleite puro). No basta que nos gusten esas cajas, hay que amarlas, hay que enamorarse de ellas como se enamoró Anderson de su troupe de actores, a los que convoca, como un fan, para cada aventura. Una troupe como un puzle humano. 



En las “cajas” de Anderson laten las del autodidacta Joseph Cornell, no por las características de los objetos que se guardan en ellas, sino por el objetivo compartido del gesto: preservar lo que fue hermoso alguna vez. En tiendas de segunda mano o mercados de pulgas de New York, Cornell salía al encuentro de cosas cotidianas y ajenas, que luego montaba en las cajas de madera (algunas interactivas o manipulables) que armaba en la casa (también de madera) del 37-08 Utopia Parkway, a la que llegó en 1929 y en la que pasó sus días a cargo del cuidado de su madre y su hermano menor (aislado él también en su propia caja, la de una parálisis cerebral). Los objets trouvés de Cornell son aves disecadas, cuerdas, espejos y postales, fotografías de bailarinas clásicas y cantantes de ópera, objetos de vidrio rotos, muñecas, grabados y canicas, mapas de las constelaciones celestes. Recuerdan los bric-à-brac victorianos, esos compendios en vitrinas de tacitas de té, estatuillas y plumas. No son deshechos, piezas de arte povera: son el montaje físico de un sistema nervioso, la traducción tangible, con un alfabeto ajeno y una caligrafía propia, de un estado mental. Así como Gustave H. es en The Grand Budapest Hotel un frasco de agua de colonia L’Air de Panache, un cepillo con mango de marfil y un poema romántico memorizado, Cornell es sus cajas con compartimentos interiores poblados de una memorabilia absurda e infantil. La infancia es el paraíso antes de la manzana envenenada y después del veneno, con el recuerdo del árbol del que colgaban las manzanas. 

Joseph Cornell, Untitled (Penny Arcade Portrait of Lauren Bacall), 1945-1946

Joseph Cornell, Cassiopeia 1, c. 1960

    
Hay también, en las “cajas” de Anderson, mucho de las Time Capsules de Andy Warhol, esas cajas estándar de cartón marrón que, para sus conocidos, tenían solo “las cosas de Andy” y cuyo potencial evocativo fue un descubrimiento póstumo. Desde la mudanza de la Factory en 1974 del 33 Union Square West hasta el 860 Broadway en Manhattan, Warhol acumuló hasta su muerte, en 1987, 612 cajas selladas y fechadas, repletas de objetos personales. Tarjetas de presentación y libretas de apuntes, pelucas y adornos de Navidad, billetes de avión y una colección de libros infantiles, ropa de su mamá, cubertería de líneas aéreas y un vestido de terciopelo de Jean Harlow, ilustraciones de tapas de discos y facturas de restaurantes, zapatos de Clark Gable y piedras preciosas, dibujos y un trozo (obviamente descompuesto cuando se abrió la caja) de la torta nupcial de Caroline Kennedy. Las “cosas de Andy” puestas en esas cajas no funcionan como crónica de época o jaulas de la memoria. Son un memento hominem, la captura mensual de la experiencia, un “seize the month” - Warhol cerraba una caja por mes, tal como recomienda en su propio “manual” de filosofía (The Philosophy of Andy Warhol: From A to B and Back Again).     

Andy Warhol, Time Capsule 13, 1966-1968

Andy Warhol, Time Capsule 23, c. 1983

Las cápsulas del tiempo warholianas desobedecen el destino clásico de su especie: ser enterradas y exhumadas miles de siglos después, como las cápsulas de Westinghouse Electric & Manufacturing Company diseñadas para las Exposiciones Universales de New York de 1939 y 1964 en calidad de mensajes lanzados a la posteridad, donde conviven telas, metales y semillas, microfilmes, diccionarios y almanaques, paquetes de cigarros y un dólar en monedas. “Las cosas de Andy” no fueron embaladas en sobres de cristal hermético dentro de cápsulas inmunes a la corrosión sino en vulgares cajas de cartón, frágiles e inestables, fáciles de transportar y también de perder, como la memoria. Todo en ellas, como en las cajas de Cornell, remite a la fugacidad de la experiencia y al carácter testimonial de los objetos que “alguna vez estuvieron allí”. ¿Qué hay más evanescente que el agua de colonia o más provisorio que el sabor de los diminutos pasteles cortesanos que jalonan la historia del Grand Budapest Hotel?



El reino de Anderson es antinatural por excelencia. Son antinaturales sus escenarios de casa de muñecas, con su composición geométrica y abigarrada, sus planos estáticos de colores saturados, su división en capítulos con primorosos intertítulos de novela y su profundidad de campo vacía, a la que no le interesa trabajar “otros” planos ni provocar una “ilusión de realidad”. Las maquetas del hotel pasan de un rosa chicle de torta nupcial (un rosa de promesa inverosímil) a los ocres del fascismo, que arrasa y desaloja los viejos esplendores. 

     












Las técnicas de las secuencias de acción en exteriores remiten a la infancia del cine, con sus pequeñas maquetas y su tríada de pinturas matte con paisajes inspirados en Caspar David Friedrich, retro-proyección y animación de miniaturas en stop-motion, lejos del hocus-pocus digital. Son antinaturales las criaturas de Anderson, tan dislocadas como Stefan Zweig, con sus pantalones demasiados cortos, sus zapatos demasiado grandes y su ropa que pareciera prestada o heredada, salida de esa usina de vestuarios de fábula que es Milena Canonero. Son antinaturales las relaciones que entablan entre sí, atravesadas por el gag burlesco y el slapstick de los Hermanos Marx, que parecen destilar ligereza y poner la trama a distancia emocional cuando, en realidad, irradian nostalgia. Nostalgia de un tiempo o un padre perdido (“la edad dorada de la seguridad”, diría Zweig). Como la mítica Kakania descripta por Robert Musil en El hombre sin atributos (aquel “Estado que se limitaba a seguir igual”), los personajes de Anderson son simultáneamente kaiserlich y königlich, imperiales y reales al mismo tiempo, como los “Royal” Tenembaums del filme homónimo. Desviados y geniales, llevan sus taras como una corona. “Sí, a pesar de todo lo que se diga en contra, Kakania era un país de genios, y probablemente esta fue la causa de su ruina”, escribe Musil. 




Es el estilo-Anderson lo que hace la trama, es la forma la que teje el fondo. Nunca podrías “contar” un filme de Anderson, en el sentido irrelevante y banal de la sinopsis. El antinaturalismo sale a jugar su juego: Anderson te hace reír, mientras te vienen las ganas de llorar. Pero no hay lágrimas. Ni, por ende, épica. The Grand Budapest Hotel posiblemente sea su película más cómica, y también la más triste. Es una elegía a la amabilidad, como virtud en la que puede fundarse y sostenerse una civilización. Parece el postulado de un idiota pero es un credo. El credo de Gustave H., tan arraigado y capital como para repetirlo dos veces en la historia, como una declaración de voluntad o una plegaria: “verás, hay todavía débiles destellos de civilización en este matadero salvaje que alguna vez fue la humanidad”. No habla de la moral y las buenas costumbres, los códigos del protocolo y el ceremonial, las reglas de etiqueta. Habla de ser amable en un contexto de barbarie y no apartarse un milímetro de esa cualidad que lo hace levemente ridículo y, al final del día, casi al final del filme que vira a blanco y negro en el último viaje en tren que compartirá con Zero, tan heroico.

Es preciso recordar el credo, mientras las irrupciones en el vagón de tren, con su ominoso in crescendo de violencia, lo ponen a prueba. No sé si Stefan Zweig pudo ver, como su contemporáneo Walter Benjamin, bajo qué débiles cimientos se alzaba Kakania, cómo gestaba su propia destrucción, en fábricas y colonias, en minas de carbón como las que alimentan el engranaje del Grand Budapest Hotel. Pero Gustave H. sabe, desde el primer momento, que su mundo se acaba, que quizá ya acabó cuando él entra en escena. Como dirá quien lo narre, años después: “sostuvo con gracia sorprendente la ilusión de un mundo que había dejado de existir posiblemente antes de que él naciera”. Para Gustave H., los auténticos momentos estelares de la humanidad son aquellos momentos en los que somos amables. Debemos saborear esos momentos, demorarnos en ellos, porque siempre es posible la crueldad, después. Es el imperativo que talló Jenny Holzer en un banco de mármol blanco, colocado en el año 2003 en la entrada de la Colección Peggy Guggenheim, en Venecia.    

  
Jenny Holzer, Survival: Savor Kindness Because Cruelty is Always Possible Later,
Peggy Guggenheim Collection, 2003

Toda la película, con sus persecuciones alocadas y sus giros insólitos, su sexo con octogenarias y sus venganzas diabólicas con dedos amputados, es una ceremonia del adiós. Sencillamente, queremos que dure, un poquito más y aunque nos mintamos a conciencia, lo que tuvimos y amamos y está a punto de desaparecer. Queremos una dosis extra, un bonus-track, un ilusorio tiempo suplementario; una última Navidad de enfermos terminales, en cuya mesa serviremos, o sencillamente inventaremos, nuestros últimos restos de salud y alzaremos la copa, como si todavía tuviéramos un futuro.

El futuro no es un lugar donde se exhuman las cápsulas del tiempo. Lo que sucedió alguna vez, solo puede resucitar al ser narrado y ser leído, como si se tratara de un intercambio epistolar. Escribir es enviar una carta, leer es recibirla y completarla. The Grand Budapest Hotel empieza y termina con la visita de una niña a la tumba helada de un autor. Lleva en sus manos un libro, que es la única evidencia irrefutable de que el “Autor” no ha muerto, al menos el autor de ese libro que tanto se parece a un pastel embalado y envuelto en cintas de seda, o a un frasco de agua de colonia. The Grand Budapest Hotel es, finalmente, un libro. Troquelado, pródigo en imágenes, lleva un dibujo rosa en su portada. Es la fachada de un hotel que jamás existió. Es el Grand Budapest Hotel. Los borceguíes de la niña están hundidos en la nieve. Bajo la nieve duermen, como bellas durmientes congeladas, los hoteles perdidos.