Botonera

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29.2.16

VIII. "JAVIER MAQUA: MÁS QUE UN CINEASTA" - 1: ANÁLISIS DE SUS OBRAS Y 2: ANTOLOGÍA DE SUS ESCRITOS SOBRE CINE Y TELEVISIÓN




Murieron con las botas puestas, Raoul Walsh, 1941


Cuando Javier Maqua nació en Madrid en 1945 para muchos jóvenes el cine era un refugio, un sueño, la frontera tras la cual se escondía un mundo mejor donde los héroes sacrificaban todo menos la dignidad.

En uno de sus últimas novelas publicadas (
La sombra, 2015), Javier Maqua rememora aquellos años de infancia y juventud con la libertad que consiente la ficción:


Había empezado a ir al cine muy tarde, hacia quinto de bachiller. De pequeño, mis padres apenas me llevaban; sostenía don Cástor que un local cerrado, con tanta gente junta respirando a la vez, era un concentrado de miasmas, un peligro para la salud del cuerpo. Y del alma, añadía tras una leve pausa, chiscando con la lengua sobre su diente de oro. Para marcar distancias con él, solo por llevar la contraria, de la mano de Álvaro, fui sustituyendo el tenis por el cine. Y, del cine de sesión continua, al cineclub y la pegajosa cinefilia.  Vivíamos con, en, entre, sobre, tras el cine. En una burbuja. Aislados en su interior, dando la espalda a la sosa e hipócrita realidad que nos rodeaba, negándola. Estábamos enfermos de cine. Álvaro presumía de haber ido todos los días durante dos semanas al Delicias para ver El tigre de Esnapur y La tumba india, y de que, las últimas veces, le dejaron entrar sin pagar. Nunca superé ese record, pero me ufanaba de haber visto Laura yo solito, como único y privilegiado espectador, en el cineclub Urbis; la copia estaba hecha un desastre y cada cuatro minutos se rompía, interrumpían la proyección y encendían las luces; yo aguantaba en mi butaca, sin hacer ademán de levantarme, oyendo las blasfemias del proyeccionista contra aquel gilipollas que no se iba; pero, cuando se apagaban las luces, era como si Gene Tierney fuera ¡solo para mí!

Las estrellas nos protegían de las chicas reales. Las estrellas eran fantasmas y felizmente no podían salirse de la pantalla ni era fácil topárselas por la calle. Las chicas, por el contrario, eran un engorro cotidiano indescifrable. En los guateques, reunidos en un rincón, hablábamos de cine mientras los demás bailaban. Si alguna osaba acercarse e intentaba participar, podía suceder que el diálogo quedara en suspenso o que, al cabo de interminables minutos de apasionado discurso cinéfilo trufado de nombres propios de directores, estrellas e ignotos actores secundarios, la susodicha huyera aburrida y descorazonada. A veces, condescendíamos yendo al cine con ellas, pero, si querías ver la película, era mejor no ir con ninguna y colocarte en las primeras filas donde nadie se interpusiera entre nosotros y la pantalla. Según Romaní, con una chica al lado era muy difícil seguir el argumento; el más ligero cambio de posición en la butaca, una mano que se apoya en el brazo separador casi rozándote, unas faldas que se suben, te distraían. Nos colocábamos en la cuatro, la fila de la masonería cinéfila, demasiado cerca para todas las chicas. Ningún cabezón podía colocarse delante, ninguna pareja se besaba en las primeras filas. Que un beso real ocultara el beso de la pantalla nos producía un hondo malestar.

La cinefilia toma formas muy distintas aparentemente reñidas entre sí: la del coleccionista de estampas de estrellas y la del especialista en obras maestras desconocidas y autores difíciles, la de Almudena y la de Romaní. Todas, no obstante, variantes de fetichismo. Habitantes de la penumbra, los cinéfilos, con el tiempo, palidecen, se arrugan, pierden el color y los ojos, topos de filmoteca o de otros oscuros laberintos (¿víctimas, quizás, de las miasmas?). Dejadme que recuerde al amigo trágico que, tinto tras tinto, se alcoholizaba en las barras de los bares de los saloons del barrio, aquel tierno y hosco vaquero sin revólver; tuve un día que acompañarle a su casa, borracho, tenía apenas veinte años y no se tenía en pie; le tomé por el brazo y comencé a silbar el himno del Séptimo de Caballería; mi amigo se irguió e imitó el silbido; Murieron con las botas puestas era su película favorita, en ella se narraba la historia del himno: Gary Owen toca al piano, por primera vez, la tonadilla irlandesa; en los saloons, bajo el cielo estrellado, en los campamentos, se van incorporando nuevos músicos soldados, nuevos instrumentos; el ritmo es cada vez más marcial, más euforizante; a bombo y platillo, la banda del Séptimo desfila, al fin, contenta hacia la batalla con el coronel Custer a su cabeza. Así, silbando el himno del Séptimo de Caballería, marcando el paso, derrumbándose a veces para, enseguida, recuperar el silbido in crescendo, levantarse y continuar desfilando, hasta acercarle, poco a poco, a su casa, a la casa de sus padres, y depositarle en su habitación. En la misma habitación de casa de sus padres continuaba décadas después, ¿un séptimo piso? El cine es una ventana abierta al mundo. Las fronteras se cruzan, dijo. Atravesó la ventana y cayó al vacío. Era una frase de El pistolero, de Henry King, un director que no estimaba demasiado. Descanse en paz.

Sí, la cinefilia, a veces, mata, y la que no mata engorda.

(...)



"EOC/UHF/MH/RNE: Ensalada de siglas. Desde los inicios de Javier Maqua como crítico cinematográfico hasta su primer largometraje (c. 1965-1980)"
por Luis E. Parés y Alejandro Montiel
en Javier Maqua: más que un cineasta 1.