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6.9.16

DERIVAS Y FICCIONES - EN EL LABERINTO DE LA FICCIÓN. "MISTERIOS DE LISBOA", RAÚL RUIZ, 2010



EN EL LABERINTO DE LA FICCIÓN
"MISTERIOS DE LISBOA"

Alberto Ruiz de Samaniego



“¡Oh, eterno secreto! No podemos encontrar lo que somos y buscamos; y no somos lo que encontramos”.
Hölderlin, Empédocles.

“Yo soy mi padre, mi madre, mi hijo y yo”.
Artaud.


1. Todo es posible (Padre Dinís)


Viendo Mistérios de Lisboa hemos de saber que la rueda de la fortuna gira en cada momento, como los propios movimientos de una cámara cuyo contorneo hipnótico y sinuoso se corresponde con el impulso imparable de la narratividad. Así, un marqués se convertirá en mendigo, un gitano puede ser cura y militar napoleónico, y un libertino, fraile. “Todo es posible”, asevera el Padre Dinís, figura esencial de este cuento de cuentos. Los personajes de la trama son seres ambiguos, víctimas o verdugos según la ocasión, pues con cada giro de la fortuna la ubicación de la figura en el rondó social también cambia. Ningún personaje resulta por ello unívoco; todos tienen doble fondo y diferentes nombres: Heliodoro es el Come-facas y luego es Alberto de Magalhâes, individuo tenebroso y byroniano, pero también se lo conoce por Leopoldo de Saavedra o Tobías Navarro; el propio padre Dinís de Ramalho e Sousa se hace también llamar Sebastiâo de Melo, o Sabino Cabra; Pedro da Silva fue antes, simplemente, Joâo.

“Su pobre nombre no figuraba en ningún lado” –nos dice en la última historia del film Pedro sobre su madre muerta, enterrada en una fosa común.La cuestión de los nombres es importante, o más bien la angustia por la anonimia, porque nomen est omen, el nombre hace al hombre. Pedro, el narrador y protagonista, tiene algo de Kaspar Hauser –la anécdota de su propio retrato, que el crío confunde con un caballo, parece apuntarlo. Como Kaspar, él también es un adolescente salido de ninguna parte, un hombre sin nombre ni, por tanto, destino.

Lo que de esta forma se traza o se recorre es el dédalo de la ficción, con todos sus quiebros y giros. Con las historias que, como en las mil y una noches, se encajan unas en otras en un movimiento de puesta en abismo casi infinito. Raúl Ruiz ha demostrado a menudo su interés por la oralidad y el cuento, por la propia figura del narrador, por la atención que él genera; por la duración y la intención que gobierna. No obstante, en tal circularidad laberíntica sólo se entrega el sentido deformándolo en cada momento, desviándolo en cada narración. Por eso el padre Dinís, que es como el garante último de la ficción, es un carácter de personalidad teatral y mefistofélica, él mismo un vacío o un abismo psicológico custodiado por múltiples máscaras, hábitos, disfraces.

Nadie, en el fondo, se conoce o se reconoce en los Mistérios de Lisboa. Nadie sabe quien es en realidad, como manifiesta Pedro, al comienzo –y al final del film. “Yo tenía 14 años y no sabía quién era…”


2. Pensé que soñaba (Joâo/Pedro da Silva)
  
“Pensé que soñaba”, dice también Pedro en otro momento. ¿No será toda la película un sueño premonitorio de Pedro/Joâo cuando niño? La ensoñación como una suerte de respuesta a su enigma identitario. Es sabido: la mente infantil –como ya sostuvo Freud, como acontece a menudo en el cine de Ruiz es constructora de todo tipo de fantasías. Entonces los duelos, los secretos, las orfandades, los bailes y los amoríos desafortunados, las amarguras sin fin de la vida que se repiten con variaciones en cada cuento serían producto de una febril imaginación, la de un lector enfermo y adolescente. La película representaría, por tanto,  una conformación imaginaria encargada de suplir la falta de sentido que sobre su vida siente Pedro; y por eso comprobaremos que él se agarra al teatrillo y a su propio retrato y a la bola de la infancia, objetos que al cabo configuran el síntoma de su anclaje con la fantasía primera.




La reaparición de estos elementos a lo largo de diferentes secuencias tal vez sea incluso la pista definitiva de que nunca hemos abandonado la habitación de su infancia. Y que, en consecuencia, toda la historia no es otra cosa que el delirio agónico y proyectivo del muchacho, postrado en cama con peligro de muerte a causa de la paliza que le ha dado un compañero. El golpe recibido en la cabeza le ha producido una especie de epilepsia; un ataque que, lo sabemos por ejemplo por Dostoievski, favorece precisamente la producción de todo tipo de delirios o alucinaciones.




Así, el teatro de juguete funciona como la metáfora de la propia representación mental que Pedro se hace respecto a su vida y quienes lo rodean, que no son otros que aquéllos que él pone en escena una vez tras otra: su madre, en primer lugar – su relato es el que rige toda la cadena del delirio-, el cura D. Dinís, luego el conde de Santa Bárbara –proyección sin duda de la violencia agresora que Pedro acaba de sufrir, etc. El niño no dejará de reciclar toda la información de que dispone a lo largo de sus diferentes series alucinatorias. Por ejemplo: el deseo de fuga al extranjero manifestado por su padre, nunca cumplido, se realizará en la historia del progenitor de D. Dinís, Álvaro de Albuquerque, quien a su vez abandonará a su hijo para recluirse en un convento. El deseo de fuga lo cumplirá también el Come-facas, para volver enriquecido a Portugal. Tendrá además su culminación en la huida final de Pedro a las colonias. Incluso los propios temblores de las piernas epilépticas de Pedro, tras los golpes, tendrán su eco en los estremecimientos que sufre el criado de Magalhâes.

No se trata, como vemos, de la reconstrucción en imagen de una realidad preexistente, sino de una reelaboración, una memoria teatralizada. Por lo tanto, un suplemento completamente original; un texto que no traduce el texto de la fantasía, sino que permite, por el contrario, que la fantasía se estructure allí y se vaya constituyendo y creciendo a cada momento.

Por lo demás, el teatro  de juguete, como nos enseñara Bergman, es el cine de la infancia. Metáfora de la representación, ¿cuál es, pues, su secreto? El relato mismo que los personajes van a pasarse unos a otros, como se pasan las notas íntimas; para justificarse, para vengarse, para tratar de entender. Mistérios de Lisboa pone también en evidencia la pasión irresistible de la narración, la necesidad de contar y hasta de encarnar historias. De esta forma, el  cuento se desplaza sin tregua, viaja por el espacio y el tiempo, haciendo del film un fresco extraordinario de Europa en tiempos de Napoleón, y tras su caída. La película conforma, en este sentido, un canto de amor a ese tiempo, a sus costumbres y vestidos, a sus duelos y reuniones, al estilo imperio, a sus espejos, pelucas y teatros de ópera, a sus mansiones y hoteles, a sus homicidios y suicidios.




 A la vez, cada secuencia es como una pieza de teatro donde los personajes aparecen cual actores que entran en escena según el deseo del escenificador, Pedro; o como un cuadro, también con paisajes y emplazamientos extremadamente cuidados, muy vívidos. Esto es logro de Ruiz: cada imagen está pensada con ojos de pintor, de manera que también se acaba por realizar un recorrido por los salones del siglo XVIII y del XIX, y por su pintura. Fragonard, Chardin, Watteau, Boucher parecen inspirar continuamente la puesta en escena; la secuencia del duelo final entre Pedro y Alberto de Magalhâes, por ejemplo, es claramente deudora de la luz y el paisajismo lánguido de Corot.




Como la escena del incendio en la mansión de los Montfort remite a las oscuridades y tinieblas de un Delacroix, y quizás a los seres atormentados de Géricault.



No se puede negar que éste es un tiempo lleno de turbulencias, de máscaras, conspiraciones y artificios; en él la vida fue sometida, sin duda, a una intensa y continua representación. La novela de Camilo Castelo Branco, que constituye el texto de referencia del film, se inspiró – no hay duda- en modelos del folletín francés que retratan situaciones y ambientes parecidos, pienso fundamentalmente en Los miserables de Victor Hugo –un enorme retrato de Hugo comandaba el salón donde Camilo Castelo Branco escribía, lo tenía siempre ante la vista, en la casa Famalicâo o en textos que un joven y ávido lector como Pedro también conoció: El conde de Montecristo de Dumas o en Los misterios de París de Eugène Sue.


 
Despacho de Camilo Castelo Branco. (Fotografía de A.R.S.)



3. Dicen que es hijo bastardo de d. Joâo VI…”

En Mistérios de Lisboa todas las historias forman una cadena de significantes sustitutivos que aluden a un mismo significado: la existencia como bastardía. La propia bastardía como resultado de los amores desgraciados y, en última instancia, la vida misma siempre condenada a la traición y la muerte. El resultado, en todo caso, es análogo a la formación en mosaico de los sueños: todo se halla condensado en una unidad compuesta en donde las diferentes historias se ofrecen al desciframiento como idénticas en la diversidad. Así, más allá de las diferencias se postula una semejanza estructural, sometida a los procesos característicos del trabajo onírico: deformación, condensación, desplazamiento. Pero el juego de las combinaciones es también un juego con el afecto, en la medida en que la representación tiene siempre relación con la energía afectiva, en el caso de Pedro, su mundo está cargado de tensiones que debería tratar de resolver como se resuelve un problema de los de física que, significativamente, le plantea en la escuela el Padre Dinís. Pero la ficción es la invención amorosa de las cosas, y el acceso a una realidad de orden cercano a lo maravilloso que nos mantiene pegados a ella, salvados en ella, como en los cuentos de la infancia.

Entonces el nexo que existe entre los diferentes relatos sería el mismo que entre los distintos sueños de una sola noche. Todos significan la misma cosa, expresan los mismos impulsos mediante elementos diferentes. Hasta el punto de que, en esta simbólica combinatoria del inconsciente, lo mismo puede significar lo contrario, que es al fin la causa última de los cambios de fortuna que sufren los protagonistas de la trama. La combinatoria constituye, además, una de las aficiones favoritas de Raúl Ruiz, tal como demuestra, por citar un solo caso –pero muy representativo, su película Combate de amor en sonho, donde los actores van sucesivamente intercambiándose los papeles a lo largo del desarrollo del entramado narrativo.

Ha de verse que la repetición está ligada aquí, como decimos, a la carencia que sufre Pedro de un sentido en relación con su propia experiencia vital. Como si este sentido sólo se diera para el niño en los dobles que lo despliegan y lo deforman de modo indefinido: figuras femeninas que doblan a la madre, sustitutos del padre muerto, como Alberto de Magalhâes, D. Dinis, o el propio padre del cura, también proyecciones diversas de la imagen aciaga y sombría del padrastro, el conde de Santa Bárbara, o maridos indolentes que dejan solas a sus mujeres (como el Marqués de Viso, o Benoit de Montfort). El doble no tiene que ser pensado únicamente como reflejo del yo, sino como su ideal, positivo o negativo. Puede significar todas las eventualidades no realizadas de nuestro destino que la imaginación no quiere abandonar. Todas las aspiraciones del sujeto que, por diversas causas, no han podido realizarse, así como todas las decisiones reprimidas de la voluntad.

Pero la repetición con variantes de mecanismos de puesta en escena (los picados, por ejemplo, para los momentos de muerte; los criados o antagonistas que escuchan tras las puertas o atisban tras los ventanales, las escenas de conversación entre celosías de clausura, los movimientos laterales de cámara cruzando habitaciones, las acciones fuera de plano u ocultadas tras un elemento que impide su percepción –como el primer duelo que D. Dinís atisba desde su carroza, las siluetas de cuerpos en sombra recortadas sobre un muro) y de tipos (la joven traicionada por el amante, el padre que abandona al hijo, el libertino que se corrige, los niños huérfanos) o situaciones narrativas (bailes, duelos, desplazamientos por Europa, visitas a conventos, ejecuciones, en el modo de fusilamientos o ahorcamientos, refriegas bélicas, traiciones, etc.) le confiere también a la película la idea de un destino ineluctable, del cual no es posible salir. A ello contribuye de una manera muy notoria la excepcional banda sonora de un colaborador habitual del director: Jorge Arriagada, enfatizando, por medio de los retornos sonoros, este carácter giróvago, majestuoso y fatal del relato.




4. El pasado no se reescribe, y los muertos no resucitan (Alberto de Magalhâes a la Duquesa de Cliton)

Como la verdad no puede darse sino en una deformación, se precisa de una multiplicidad de relatos que la repitan en la diferencia. De esta manera, todo el film se despliega en el modo de un enorme bucle narrativo. En el final, volvemos al momento en que el muchacho reposaba en la cama tras el altercado violento con otro niño. De hecho, la cama en que Pedro acaba su vida en las colonias resulta ser la misma que aquélla en que se iniciaba la película, la del colegio donde está recogido.

Esta compulsión al destino (cf. Freud, Más allá del principio del placer) está sin duda relacionada con el impulso de muerte, que es en el fondo su principio de inteligibilidad. Todo  el armazón narrativo de los cuentos o las proyecciones de Pedro se muestra teñido de este destino trágico, funesto. (Que a menudo aflore, por encima de la condena de la necesidad y el drama, el espíritu de juego y el azar caprichoso resulta un claro síntoma también de que, a la postre, es la mente de un muchacho la que está generando todas estas fantasías. O que, más allá de la seriedad grave que muestra Pedro, el director está de suyo de parte de la infancia, la que precisamente se le ha robado a Pedro.)

Así pues, ni el pasado ni los muertos resucitan, pero en la narración todo se reescribe, todo resucita, sí. Para estar muriendo continuamente, porque eso y no otra cosa es el motor fundamental de la ficción, su ideal regulativo, diríamos: “has de ver un día en que la esperanza de muerte es el paraíso de los desventurados”, le contará la condesa de Santa Bárbara, madre de Pedro, a su hijo, el narrador. Mientras tanto, los seres desgraciados calman – y alimentan- esta pulsión de muerte por medio de la propia narratividad.

Habría por tanto que entender también el conjunto de las historias de Mistérios de Lisboa como un sucedáneo que el muchacho ofrece a la madre para redimirla de su destino fatal. De las desdichas de su existencia. Esto es especialmente evidente en la historia última, donde Pedro trata de forma trágica y desesperada de salvar el honor de Mme. de Cliton, un doble –negativo de su propia progenitora, agraviada, además, por el padre de sustitución del propio Pedro: Alberto de Magalhâes.




5. “Fui como una marioneta gobernada por mano ajena”  (Conde de Santa Bárbara, también Pedro da Silva)

Nadie dirige su vida. Somos todos marionetas gobernadas por una mano ajena. He aquí la conclusión que algunos personajes repiten y a la que llega Pedro tras el duelo con Alberto de Magalhâes. Convicción que en definitiva impulsa los delirios del niño, los de la narración, los del cine mismo. Mistérios de Lisboa es, en este sentido, una demostración de la fuerza irresistible de la narración. Prueba excelsa de la existencia de un relato que, contado, estructura la vida de su autor. De alguien que, ausente de sí mismo, puede constituir su identidad y con ella la de los demás personajes de su existencia; al estructurar antes que nada sus propias fantasías en clave de una vida futura. Pues el cine, más en Raúl Ruiz, siempre es una construcción fantasmática; pero sólo se fantasea allí donde hay huecos o ausencias, como la de la madre, o la del saber sobre uno mismo.

Toda representación es, por lo demás, el resultado de un conflicto. Habla a la vez del deseo, de su transgresión y del castigo posible. El cuento también resulta una protección y una máscara con respecto a eso. Pero no sólo hay una tensión en la problemática articulación entre el texto de la representación y el texto, digámoslo así, de la vida, sino que, además,  el enigma está en todas partes, porque el sentido se halla siempre ausente en su plenitud. Como en el juego de la gallina ciega que aparece en tantos planos del film. La ceguera debe entenderse no sólo como el particular destino biográfico de algunos personajes –tal el del Marqués de Montezelos, sino como un modelo de existencia universal. Al cabo, lo que el ciego Edipo nos ha enseñado es que el sentido de la pregunta por la existencia es el de la existencia como pregunta.

La fuerza, en fin, irresistible de la narración es vivida al modo de una pasión. Empezando, claro, por ese narrador total que es Pedro; en lo que llamaremos, con Pessoa, su noche triunfal –que será al tiempo la de su agonía y muerte. Noche en que las imágenes toman, por decir así, el cuerpo enfermo del muchacho –la marca de este acto será la deformación de la imagen, en un modo que es característico del cine último de Raúl Ruiz, y que ya aparecía, por ejemplo, en su película a partir de la Recherche de Proust; de hecho, Pedro construye su delirio proyectivo de la misma forma en que Marcel trabaja el pasado. Todo comienza en ambos con un narrador postrado en cama.



Hasta el punto de que su entendimiento (mathein) se ve transfigurado en una especie de estado interior (pathein) donde se gestará, en capacidad adivinatoria, su propio futuro entero. Este es uno de esos casos en que la palabra pathos adquiere su máximo sentido: significa al mismo tiempo “pasión”, “destino”, “sufrimiento” y “vivencia”. Esto es: no se trata tanto de comprender las cosas por medio de la mathesis, la comprensión objetiva y racional, sino de identificarse con ellas, padeciéndolas en el sentido más amplio de la palabra. La práctica del pathos conduce a una iluminación que, a juicio de Aristóteles, conlleva la comprensión más profunda de la existencia. Por eso Pedro, como la figura legendaria del sofós o filósofo antiguo según ya lo estipulara la tradición órfica, se convierte en un adivino; verdaderamente él es un iniciado en los misterios o, como aseguraba Platón - en el Filebo-, alguien que observa el proceso del devenir, su devenir.

De este modo, e igual que sucedía en el caso de Proust, la historia destilada sería la transcripción de ese texto o ese relato ya escrito en el alma, del cual el narrador no sería más que un traductor, o un cuerpo transmisor. Cuerpo extático y expuesto al delirio, en él su propia vida se vuelve, como diría Hölderlin de Empédocles, un poema dentro de sí. Ese poema en imágenes constituye también, finalmente, el cuerpo glorioso que es la película Mistérios de Lisboa