Botonera

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27.3.17

LA BELLA INTIMIDAD ("DÍAS COLOR NARANJA, PABLO LLORCA, 2016)




 LA BELLA INTIMIDAD
(Días color naranja, Pablo Llorca, 2016)
Aarón Rodríguez Serrano
 


01.

De las palabras pronunciadas, o de los libros compartidos, o también de las estaciones de tren –la juventud es un tren, de ahí que el poema más terrible que jamás se ha escrito sea, probablemente, Mujer con alcuza de Dámaso Alonso, con su anciana enloquecida vagando en trenes interminables.

El problema de Días color naranja (Pablo Llorca, 2016) no está dentro de la película –la película es, vamos a decirlo de entrada, simplemente impecable, sino en el crítico. La película tiene la puesta en escena más sólida y hermosa que Llorca ha conseguido nunca y una inteligencia en cada decisión de guion y en cada tiro de cámara que está fuera de toda duda. El problema está en el crítico, en la incapacidad para despegarse la película de la piel y convertirla en objeto de estudio. El problema es esa sensación extrañamente agridulce que se posa en los dedos y en el fondo de los ojos cuando termina la proyección y uno, que ya no fuma, sale a fumarse el cigarro recordado de la tardoadolescencia al balcón del pequeño piso de la periferia, en esta primavera naciente de capital de provincia. Uno no quería escribir la crítica de la nostalgia porque la película es mucho más que eso y, en fin, sería estúpido repetir lo que ya han dicho mucho mejor el resto de colegas del gremio: la belleza del homenaje a Luis Miguel Cintra, la delicadeza de los diálogos y las situaciones, nosotros que nos amamos tanto y similares.

Pero la película es, además, otra cosa. Muchas otras cosas.





02.

Resulta curioso que, película tras película, Pablo Llorca haya seguido manteniendo una fe inquebrantable en la juventud. Una fe que es al mismo tiempo política, artística, y emocional. Está en sus cortometrajes, está en el final de El mundo que fue y el que es (2011), está también en sus habituales planos de manifestaciones y acciones sociales que puntean su filmografía. Está en sus protagonistas femeninas, siempre inteligentes y portadoras de una luz extraordinaria. Llorca es, paradójicamente, mucho más optimista que los propios jóvenes que no ven sus películas y que, a base de escuchar que son la generación más narcisista de la historia, han acabado por creérselo. Dias color naranja no es –aunque nosotros lo experimentemos así– una película propiamente nostálgica porque habla de un amor que ocurre aquí y ahora, que no juega a recrear tiempos pasados ni vestuarios de los setenta o los ochenta. Somos nosotros los que la miramos con ojos viejos, los que buscamos en ella la topografía, el mapa de nuestros días felices. Somos nosotros los que convertimos la Europa constante de su trazado –una “otra Europa”, una Europa emocional que nada tiene que ver con los mercados ni con las leyes de regulación comercial– en la colección de baúles perdidos, besos robados, encuentros clandestinos y anécdotas más o menos canallas que nos acompañan en la torpe tranquilidad burguesa del otoño permanente. Ahí está Astrid Menasanch, un auténtico descubrimiento impagable capaz de convertirse a la vez en un personaje y, por extensión, en todas las mujeres, en todos los cuerpos amados. Su interpretación, portentosa, es el ejemplo exquisito de cómo dialoga una actriz entre su propia piel y la piel de todos nuestros fantasmas. Astrid es la encarnación de los cuerpos perdidos y siempre quedará, hermosa y decidida, suspendida entre su alma y nuestra memoria.





03.

Después aparece Europa como ruina. Europa como pelotón de fusilamiento. Europa como puesto de control de pasaportes contado con un plano/contraplano excepcional que desmonta, de un plumazo, todos los argumentos de las “buenas democracias” y las “buenas intenciones”. Europa como el cementerio de los teatros cerrados, Europa la de las calles desérticas y el olor de la pólvora disparada hace apenas un par de décadas.

Hay, en la mostración de la ciudad, algo que Llorca ha incorporado a su escritura cinematográfica, o quizá sea mejor decir, algo que ha reaparecido transformado, desplazado, un cierto retorno de lo reprimido. La primera vez que vi la película –y créanme, llevo encadenando visionados casi una semana– tuve por momentos la sensación de encontrarme ante una reescritura de ciertos gestos de Jardines colgantes (1993). Creo que tenía algo que ver con la mostración de las calles vacías, la recuperación de una cierta atmósfera con respecto a la manera de mirar el paisaje. Del mismo modo, he creído detectar un mayor mimo en la construcción del encuadre, como si de pronto Llorca hubiera decidido firmar una suerte de tregua con sus primeros pasos “autorales” en lo cinematográfico, todo aquello que se quebró en La espalda de Dios (2001) y que desde entonces ha hecho que su filmografía fuera constantemente encapsulada en lo “pobre”, lo “sucio”, esas categorías estéticas tan resbaladizas y tan llenas de prejuicios. Aquí Llorca se permite el lujo de construir encuadres de una impresionante belleza plástica, dejar que lo real repose y se ordene delante de su objetivo, gestionar el tiempo y la narración con una suerte de elegancia que gana terreno frente a sus últimos trabajos. Lo que antes era una suerte de llama política o de película/cóctel Molotov –estoy pensando en las excepcionales Un ramo de cactus (2013) y País de TODO A 100 (2014)– aquí de pronto se ha reordenado sin perder ni un ápice de su inteligencia y ganando, por así decirlo, en un poso de belleza que se deposita sobre el trabajo de cámara.





04.

El lector malintencionado podría pensar, por lo que digo, que la película de Llorca es menos comprometida –palabra que me provoca una profunda urticaria pero cuyo significado, ya casi peyorativo, dejo aquí flotando con toda mi intención–, o incluso que resulta más “digerible” para esa masa amorfa que parece poblar las ciudades y que los sondeos de opinión llaman, en fin, “espectadores de cine”. No hay que confundirse. Muy al contrario, la película de Llorca ha ganado en humanidad y en belleza, se ha alejado del tacto frío de escalpelo político que componía la creación de imágenes en Recoletos (arriba y abajo) (2012) o en El gran salto adelante (2014). Sigue siendo exigente, sigue proponiendo exactamente las mismas tesis y la misma precisión en el análisis del mundo que ya habíamos encontrado en sus primeras películas. No ha habido ni un temblor, ni una concesión, ni un traspiés. Muy al contrario, Días color naranja es la suerte de “síntesis” que emerge del proceso dialéctico de su creación: es la explicación de la lucha, la justificación de la posición política, la defensa total de la belleza, la vida, el amor, la dignidad del desencuentro, la literatura, todo.

Todo por lo que, mejor o peor, seguimos celebrando su cine.