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15.7.13

BI(T)BLIOGRAFÍA - "POR UN CINE PATRIO. CULTURA CINEMATOGRÁFICA Y NACIONALISMO ESPAÑOL (1926-1936)", GARCÍA CARRIÓN, Marta, Valencia: Publicacions de la Universitat de València, 2013.

COORDINACIÓN: AGUSTÍN RUBIO ALCOVER




GARCÍA CARRIÓN, Marta
Por un cine patrio. Cultura cinematográfica
y nacionalismo español (1926-1936)
Valencia: Publicacions de la Universitat de València, 2013.


POR AGUSTÍN RUBIO ALCOVER
Universitat Jaume I (Castellón)










El último libro de Marta García Carrión, profesora de la Universitat de València, está destinado a convertirse en un hito indiscutible de la historiografía relativa al cine español, por razones de diversa índole: unas son intrínsecas, y atañen a la contribución que, en conjunto, suponen para el conocimiento del significado cultural y político del fenómeno en nuestro país, en el decenio previo a la guerra civil española; otras, a la lección metodológica que ofrece, y al estímulo que sin duda va a suponer para que otros investigadores encaren otros periodos o géneros con espíritu y ambición similares.

Y es que la lectura de pocos trabajos, como el presente, suscita tantas, tan profundas y tan peliagudas reflexiones. Por un cine patrio ejemplifica la rentabilidad de la historia cultural para entender y explicar el cine español, en el marco del debate teórico-práctico, siempre vivo, de la construcción de la identidad nacional a través de las formas artísticas y de recreación popular. García Carrión aspira a arrojar luz, y matizar, la tesis de la “débil nacionalización” de España –tesis propuesta por Borja de Riquer desde las páginas de la revista L’Avenç en el año 1993–, con el cine del periodo 1926-1936 como excusa. Siguiendo los pasos de Nuria Triana-Toribio y su Spanish National Cinema (2003) –si bien la contradice, porque para esta última autora, dependiente de la tesis del hijo de Martín de Riquer, “there was no nation to be reborn”–, la investigadora valenciana construye un marco teórico a prueba de bomba, propio –o, por mejor decir, adecuado, aunque infrecuente, dada la situación actual de la universidad española– de la tesis doctoral que en origen fue este estudio.

Es justo señalar que García Carrión partía de una base excelente, pues, en un libro publicado hace unos años, Sin cinematografía no hay nación –una cita extraída de las respuestas de Florián Rey a una encuesta, publicadas el 14 de abril de 1929 en La pantalla–, ya había probado su solvencia para analizar una filmografía e imbricar la reflexión cinematográfica en otra más amplia, a caballo entre la historia cultural y la de las ideas políticas, y más concretamente de la historia de los nacionalismos en la España contemporánea.

El libro se compone de cuatro capítulos de extensión variable. En el primero, “La aparición y consolidación de una cultura cinematográfica en España en el primer tercio del siglo XX”, dibuja el contexto en el que se van a mover la praxis y el pensamiento fílmico en nuestro país durante el periodo estudiado. Resulta discutible que, en alguno de los apartados finales, la organización de la información sea la idónea para el seguimiento del tema: es el caso del glosario de nombres con que se cierra el capítulo primero, más propio de una enciclopedia biográfica que de un ensayo monográfico. En todo caso, quien suscribe lo señala no como un error, sino, consciente también de la dificultad de dar con la manera más adecuada de hilvanar un discurso que admita desvíos del tema principal a aspectos vitales, a modo de sugerencia de cara a futuras y seguras reediciones.
Con el segundo, “Nacionalismo en la cultura cinematográfica en los años finales de la dictadura de Primo de Rivera”, y el tercero, “El desafío del cine sonoro: hispanoamericanismo y nacionalismo lingüístico”, García Carrión entra en materia, para demostrar que

“La afirmación de los valores patrióticos del cine, la loa de las virtudes españolas, la crítica a una cinematografía que se consideraba insuficiente para una nación de la grandeza de España y la demanda de un cine de contenido nacional fueron cuestiones recurrentes en la segunda mitad de los años veinte” (p. 117).

Uno de los acontecimientos que se estudian más a fondo el Congreso Hispanoamericano de Cinematografía que se celebró en 1931; congreso al que se opuso, con una beligerancia extrema, el anarquista Mateo Santos –secundado por Armand Guerra, futuro director de Carne de fieras–, fundamentalmente por la pretensión del comité barcelonés de apropiarse del congreso (algo que, según García Carrión, “remite visiblemente a la oposición de la cultura política anarquista española al nacionalismo catalán”); y por “su contenido reaccionario y fascista”.

No por conocidas resultan menos sorprendentes, y merecedoras de una reflexión demorada, las innumerables apelaciones, en boca de Santos, Guerra y el no menos llorado crítico comunista Juan Piqueras, a la raza –concepto que la autora, acertadamente, aclara

“sufrió evoluciones semánticas e ideológicas, con un significado usual que hacía de la raza la síntesis de los diversos elementos de una civilización, con un alcance cultural más que biológico, y es en este sentido cultural en el que cabe situar el discurso sobre la raza en los escritos sobre el cine” (p. 119).

Sus invocaciones a la grandeza aglutinadora de la lengua de Castilla, y sus desembozadas declaraciones del objetivo de “españolizar” el cine, invitan a repensar el casi unánime consenso en torno a la proscripción de aquella palabra tabú. Argumenta García Carrión que

“Se establecía (…) una diferencia entre la nación, entendida como una comunidad que existe de forma natural a lo largo de la historia, un pueblo cuyo espíritu se manifiesta en el arte, y el nacionalismo como una ideología propia de la burguesía o el capitalismo” (p. 303).

Esto, a mi juicio, representa una falacia. No oculto que, para mí, el nacionalismo es lo segundo, y la nación, siempre y por definición, un producto de ese tipo de pensamiento. Hay nacionalismo siempre que media una afirmación de una nación, sea esta la que sea; no ha lugar a discriminar entre nacionalismos intrínsecamente reaccionarios o progresistas –menos aún buenos y malos, salvo en función de un criterio evidente: su carácter incluyente o excluyente. Si Manuel Villegas López, Mateo Santos, Armand Guerra o Juan Piqueras se manifestaban como lo hacían, no llevaban razón, sino más bien todo lo contrario, por más que su inflamado nacionalismo, con frecuencia, no estuviera reñido con una idea de España regionalista, como crisol de culturas (p. e. C. Cruzado) o “mosaico de sus regiones”. Da la impresión de que así lo siente la propia autora, cuando asevera que

“Se hace necesario, según los desarrollos teóricos expuestos, hacer hincapié en el carácter ‘construido’ y contingente de todo cine nacional y en las implicaciones en términos nacionalistas que ya el propio concepto conlleva. En tanto que construcciones culturales, es preciso analizar su proceso de elaboración histórica a través de la compleja interrelación entre cuestiones industriales y culturales. De este modo se evitará tomar por evidente o aproblemática cualquier construcción discursiva o representación cultural y reproducir el sentido de atemporalidad y autenticidad que caracteriza las narraciones nacionales” (p. 339).

En todo caso, el trabajo ilustra una y mil veces que de tales apelaciones participó todo el pensamiento cinematográfico del periodo, de derecha y de izquierda, aun la más genuina y reivindicada hoy en día –y que, en aspectos concretos, mantuvo posiciones antagónicas–: anarquistas, como Mateo Santos; o comunistas, como Florentino Hernández Girbal o Juan Piqueras –que, siguiendo a un adversario ideológico, Eugenio Montes, aplicó la etiqueta de “primera gran ‘españolada’ auténtica” a Un perro andaluz, con el beneplácito de Buñuel.

El libro aborda detenidamente la atronadora dialéctica en torno a la noción de la españolada. Luego, la cuarta parte –la más breve– lleva por título “El cine nacional como problema durante los años de la República”. Sorprende la actualidad, la contundencia y la complejidad de algunos argumentos, a favor y en contra, de unos y de otros; y es que el debate de fondo está más que vivo, y ahí están Blancanieves (Pablo Berger, 2012) y Lo imposible (Juan Antonio Bayona, 2012) para ilustrar hasta qué punto el cine español vuelve a plantearse vías de futuro, ora de un etnicismo vergonzante, ora de un virtuosismo internacionalista, que han sido ensayadas en otras coyunturas, y que como mucho han estado en sordina. Tómense como ejemplo las acometidas protofalangistas de un derechista, como Mariano Cela, quien llamaba en El Cine a los capitalistas “vagos e ineptos” (“El mayor insulto a la Humanidad es ver esos casinos llenos de señoritos gandules, tumbados en las butacas”), a la vez que se reclamaba el levantamiento de barreras proteccionistas y la adopción de medidas autárquicas (“En esto hay que demostrar una xenofobia feroz”); o de Crispín, que desde las páginas de Popular Film reclamaba que los cineastas españoles se comportasen de manera consecuente (“…si somos nosotros los que, por conveniencia, rica en rendimientos, mantenemos la roja leyenda, con nuestras obras, ¿cómo queréis que nos contemplen los demás?”).

Me atrevo a señalar que el principal valor del trabajo de García Carrión radica en su dimensión cívica, en la medida en que nos surte de razones contra el maniqueísmo en un momento en el que estamos especialmente ayunos de ellas. El estudio es tan riguroso como ameno, dada la abundancia de ejemplos, clamorosos, de coincidencias y discrepancias, en ambos casos significativas, entre polos opuestos; también de injustas acusaciones por parte de los espíritus inquisitoriales, que siempre los ha habido y en todas partes: véanse al respecto las acusaciones de antiespañolidad y de falta de patriotismo contra un Benito Perojo –sorprendentes solo hasta cierto punto– o contra un Juan de Orduña. Eso sí, hay una contradicción flagrante entre la naturaleza de Por un cine patrio, origen de su gran alcance, y sus postulados epistemológicos: en palabras de García Carrión, la corriente de la historia cultural

“…busca romper (radicalizando el impulso de la historia social) el privilegio del documento impreso y del archivo de autoridades públicas como fuentes históricas, abriéndose a todo tipo de materiales” (p. 24).

Ello contrasta con su decantación por un profuso –seguramente, el más apabullante de cuantos se han realizado– manejo de fuentes hemerográficas. Asimismo, representa un desvío ideologista impertinente una aseveración como la que sigue:

“Ello no quiere decir que haya disponible un relato alternativo completo al de la tesis de la débil nacionalización (probablemente tampoco sería deseable)” (p. 18. La cursiva es mía).

Dejando a un lado que las tesis no debieran ser deseables o indeseables, sino el resultado de los procesos intelectuales; la autora se contradice, inmediatamente, cuando ofrece cuatro motivos, que ella misma considera de peso, para matizarla. De hecho, su hipótesis es la culminación de ese razonamiento:

“…sería necesario someter a una profunda revisión esta idea de la herencia de una trayectoria fracasada teleológicamente trazada a partir del supuesto fracaso final que sería la Guerra Civil. Así, estas cuatro décadas habría que vincularlas a que habría sido un proceso activo y, al menos parcialmente eficaz, de difusión de la identidad nacional española y de presencia de los discursos nacionalistas en la esfera pública” (p. 20).

No se merecen ni el estudio ni García Carrión aquel acientífico y paradójico paréntesis. Quedémonos, en cualquier caso, con lo mucho bueno, y actualicemos los eslóganes como aviso para navegantes: al igual que “sin cinematografía no hay nación”, “sin audiovisual no hay Marca España”. Quienes me siguen saben de mi fobia por esa dichosa etiqueta; pero, si es menester que sigamos oyéndola, hágase como Dios manda.




Carne de fieras, Armand Guerra, 1936