Botonera

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12.6.17

II. "PORNO: VEN Y MIRA", José Francisco Montero y Aarón Rodríguez Serrano (coords.), Shangrila 2017




UNA INTRODUCCIÓN
La mujer del reverendo Lovejoy

José Francisco Montero
Aarón Rodríguez Serrano






Mientras corregíamos, cotejábamos, pulíamos y dábamos esplendor a los textos que componen el presente volumen, volvió a estallar la polémica sobre el porno. La mostración de los placeres, o más precisamente, la de los actos que los aluden y los provocan, genera extraños compañeros de cama –y no, únicamente, delante del objetivo de la cámara–. En menos de siete días, dos periódicos nacionales –uno conservador en papel con noble sabor a guardarropía apolillada, otro progresista en digital con vocación de panfleto oficial del reino– movieron ficha y publicaron sendas columnas sobre el tema firmadas, además, por dos de sus más celebradas estrellas.

En la primera de ellas, un sapientísimo y nunca bien ponderado opinador oficial, célebre por su vinculación personal con la línea más extrema del catolicismo, venía a afirmar que todos los pornófilos éramos violadores en potencia, pederastas y váyase usted a saber qué otras categorías perniciosas para el bien público y para el sano control sacrosanto de la natalidad, la higiene nacional y el desarrollo espiritual de nuestro dolorido terruño. La segunda era una tuitstar con ínfulas de periodista e intelectual que, amparada en el anonimato y en el feminismo de la Dworkin y asociados, apuntalaba que los aficionados al porno éramos también cómplices del heteropatriarcado, explotadores de mujeres, y mala gente que gozábamos del sufrimiento ajeno enarbolando una tarjeta de crédito. En ambos casos, la conclusión era la misma: el porno era el enemigo. En ambos casos, la conducta recordaba sospechosamente a la mujer del reverendo Lovejoy de los Simpsons gritando una y otra vez: “¿Y los niños? ¿Es que nadie piensa en los niños?”.

Extraños compañeros de cama, queda dicho.

La única conclusión a la que podemos llegar es que el presente monográfico herirá algunas sensibilidades. El porno mismo lo ha hecho desde su nacimiento. En los marcos conservadores del cine clásico, tal vez a lo más que podía aspirar era a hacer algunos rasguños, heridas superficiales, pero lo cierto es que aun así y desde el principio el porno fue condenado a ese gran agujero negro que es la elipsis, ese espacio donde todo sucede pero nada se ve. Al espacio de lo imaginario, un imaginario sin imágenes. El sexo enseñaba la patita (o ni siquiera eso), se atisbaba el lejano rumor de sus pasos acercándose y, con presteza pero también con encantadora delicadeza, el fundido encadenado se encargaba del problema y en el imperceptible instante en que una imagen da paso a otra, en ese suave momento de difuminación y renacimiento, en ese suave parpadeo, en ese silencioso abracadabra, el sexo había desaparecido, y cuando volvíamos a abrir los ojos apenas ya se escuchaba el rumor de sus pasos en la lejanía, pero ya en el otro punto de la lejanía, en el del recuerdo de lo que ni siquiera hemos vivido. No es de extrañar, por cierto, que esas elipsis hayan fascinado a muchos de los teóricos posteriores, que han construido no pocas y excitantes interpretaciones sobre lecturas homosexuales, parafilias, desplazamientos del deseo.

Pero claro, nada desaparece. En ese desvío de la mirada, en ese salto mortal hacia delante y con los ojos vendados, lo que se dirime no es tanto la negación del sexo como el control de su imaginario. Así que cuando la Bestia compareció, cuando se hizo visible sin dejar de ser imaginaria, cuando ya ha sido imposible cerrar los ojos, mejor era enturbiarlos. Lo que no se puede negar, mejor es encauzarlo.


Desde Foucault, sabemos que nada le gusta más al poder que meterse en nuestro dormitorio o, peor aún, en la trastienda del deseo personal, decidiendo ya de paso lo que debe desearse y cómo debe desearse. El cuerpo, tomado en su brutalidad, en su pulsionalidad, siempre ha sido un enemigo para el poder, un elemento peligrosamente descontrolado. Y por tanto también, durante mucho tiempo, el espacio privilegiado para el sometimiento. Quizá hoy estemos jugado en otra liga: del  control y tormento del cuerpo hemos pasado a los de las imágenes del cuerpo; de lo físico a lo imaginario, de la represión a lo ilusorio.

De ahí que el porno resulte necesariamente problemático para tantísimos colectivos sociales y asimismo admita tantas lecturas. Simultáneamente víctima de los mecanismos del poder y espejismo de su subversión. De ahí, también, su oblicua pero potentísima capacidad para diagnosticar el estado de nuestra época, para ofrecer un retrato subterráneo pero extremadamente fidedigno de las sociedades de que emana. Relegar toda una experiencia estética en la que se anuda fantasía, puesta en escena, goce, política, deseo, sociología, perversión, sublimación o confesión a una simple categoría de lucha ideológica nos parece, en principio, limitar excesivamente la cuestión.

Por una parte, en 2017 ya podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que legiones de consumidores y consumidoras hemos crecido manteniendo una relación cotidiana con la pornografía y, contra los pronósticos apocalípticos, las sociedades occidentales no han enloquecido. Si miran ahí fuera, muy al contrario, observarán cómo el tapiz de ciudadanos y ciudadanas que habitan sus marcos familiares, personales o profesionales no ha quedado desgarrado por haber accedido a contenidos sexuales explícitos. Al tomar al consumidor audiovisual por un imbécil manipulable –error, por otro lado, que se deriva de las lecturas menos inspiradas y más simplistas de la escuela de Frankfurt, probablemente por parte de periodistas más o menos mesiánicos o comprometidos que no se han molestado en leer a Adorno ni aledaños–, se ha dado por sentado durante décadas que el consumidor de pornografía derivaría en una suerte de monstruo caníbal capaz de cometer los crímenes más espantosos en busca de un más difícil todavía, emocionalmente inútil, incapaz de amar, relacionarse con sus semejantes, acudir a las reuniones del AMPA, aprobar una oposición o, quién sabe, escribir columnas en los medios de moda.

Pero, queda demostrado, la vida está en otra parte. El deseo fluye, se escribe en los pequeños gestos, a veces se arrincona, a veces se disfruta, a veces se descubre y otras se reprime. Quizá por eso nuestra primera intención aquí era la de proponer un diálogo entre diferentes escuelas que nos permitiera reflexionar, de manera íntima pero rigurosa, sobre nuestra relación con la pornografía y con sus discursos.

Diálogo entre los cuerpos, primero. Diálogo de la pornografía con la filosofía, los videojuegos, las nuevas tecnologías, el psicoanálisis, el cine –convencionalmente llamado convencional–, después. 

Uno de los colaboradores de este libro, cuando entregó su texto por email, evitó escribir la palabra “porno” en el asunto del correo, temeroso de que fuera a parar al correo basura. Realmente, la pornografía ha sido siempre desplazada a territorios similares, prohibida su pertenencia a la bandeja de entrada, condenada a habitar el territorio abisal del correo spam. Pero desde esas regiones infernales el cine pornográfico se ha configurado como el género con unos rasgos lingüísticos más idiosincrásicos. Si como dice la célebre máxima, un filme es siempre el documental de su rodaje, el cine pornográfico, y cada vez de forma más expresa, lleva esta convicción al extremo, hace de ella la razón de su existencia. Sin embargo, nada más inaprensible que lo que mueve al cine porno, nada más escurridizo que el deseo. Aparente grado cero de la escritura cinematográfica, aparente transparencia perfecta, aparente visibilidad máxima la del cine porno, para dar cuenta, en el fondo, de lo invisible. Acaso no es otro el principal objeto del cine, sin más.

Desde ese estercolero al que siempre, de una forma u otra, ha sido expulsado, el cine pornográfico nos habla entre jadeos pero muy elocuentemente no solo del cine sino de nosotros mismos y de las sociedades que nos habitan. A indagar en ese diálogo íntimo y ardiente están dedicadas las siguientes páginas.